Con qué regocijo hemos contemplado la inusitada escena internacional en la que la todopoderosa petrolera británica BP acudió cabizbaja a capítulo a la Casa Blanca ante Obama para, sin miramiento alguno ni necesidad de juicios técnicos, recibir una soberana reprimenda de cómo, cuándo y cuánto debían poner de su parte para hacer frente a su responsabilidad en la catástrofe medioambiental generada en aguas del Golfo de México, sugerencia que fue aceptada sin chistar por sus compungidos directivos. Porque lo normal con estas gigantes compañías es que suceda lo que le está sucediendo al Gobierno español, que tras seis años de denuncias y reclamaciones solicitando una indemnización de unos 750 millones de euros, un Tribunal federal de Nueva York desestime por segunda vez la demanda interpuesta ante la empresa estadounidense ABS por su directa responsabilidad en el accidente del Prestige, cuyos desastrosos efectos económicos y ecológicos se han cuantificado en no menos de 2.000 millones de euros.

La UE debe aprender la lección, dejarse de particularismos que nos debilitan y tener el mismo poder de convicción que EEUU a la hora de hacer valer nuestros derechos ante las grandes compañías, cuya autonomía, influencia y presencia se parece cada vez más peligrosamente al de los Estados hostiles. Segundo, para evitar lo que le ha pasado a Gran Bretaña, que ni se ha atrevido a defender los intereses de su empresa ante el gigante estadounidense; y tercero, por qué no, para explotar sin miedo ni prejuicios a otros pueblos más débiles a los que poder sustraer toda su riqueza, a la vez que sumirles en la miseria y la dependencia. En este sentido, son encomiables los enormes esfuerzos realizados por Repsol YPF en toda Latinoamérica. Pero nos queda mucho que aprender.