Apesar de los avances historiográficos, el conocimiento que ostentamos del pasado es parcial, sesgado o, más bien, viene íntimamente ligado a la permanencia de mitos que a la ciencia histórica. En parte, hay una confluencia de mecanismos que nos influyen, que se cobijan en la memoria, como el cine o la televisión, más que en la aportación de los historiadores. Nadie se pondría a debatir públicamente las teorías matemáticas o físicas (de las que sólo entienden unos pocos), en cambio, en los temas de historia es fácil encontrar a muchos especialistas. Es cierto que el espíritu de la democracia nos permite tratar y hablar de todos los temas con libertad, faltaría más. Ahora bien, mi idea es apuntar, con algunos criterios didácticos, cómo existen y prevalecen mitos, en este caso del franquismo, que todavía se siguen defendiendo por ciertos apologistas como auténticas verdades históricas (y como historiador afirmo que hay que desconfiar de tales).
Pocos historiadores, sólo conozco a uno de contrastada profesionalidad, defienden la postura de que la Guerra Civil dio comienzo en 1934, coincidiendo con el levantamiento de Asturias. Pero no cabe la menor duda de que en las librerías podemos encontrar algunos libros que han puesto en solfa esta fantasía neofranquista, lo que inculpa a las fuerzas revolucionarias de la época, anarquistas, comunistas, nacionalistas y socialistas, en el origen de la contienda. De esta manera, se desvía la atención de quienes fueron los promotores del fallido golpe de Estado, los militares, que derivó en la más sangrienta confrontación incivil que se haya producido en la Península. Y sólo hay que atender a las consecuencias, al rastro tan significativo de civiles asesinados. El historiador Francisco Espinosa ha realizado una lista en la que computa nada menos que 130.000 muertos con nombres y apellidos, para entender lo que digo, y sin contar con aquellos de los que no se tiene todavía constancia.
Estas escalofriantes cifras recogen las prácticas homicidas impulsadas por las fuerzas que se rebelaron contra la legítima autoridad republicana. La política de venganza vino acompañada por un control social nunca visto antes en el Estado, encarcelando a otros miles de prisioneros, simpatizantes o militares republicanos, en el que no escapaban tampoco de esta dura represión ni las mujeres ni los hijos de los huidos o prófugos (lo que se vino a denominar una inmensa prisión). El aval eclesiástico, a diferencia de otros países, a esta depuración social de los elementos liberales fue otra de las grandes cuestiones de la época, al amparar la contienda y definirla como Cruzada española. En esa ofuscación tan contradictoria, por ejemplo, en Euskadi, se procedió al asesinato de varios sacerdotes separatistas, lo que demostraba el espíritu intolerante y vengativo del que hicieron gala los sublevados.
Ahora bien, todavía no hay una aclaración pertinente en los libros de texto sobre el régimen. Perdura una idea ingrávida sobre la naturaleza de esta violencia (o terror); tampoco se aclara que la acción represora del régimen no se abandonó en realidad nunca, sólo se apaciguó en los momentos en los que no hubo una contestación social, y que se restableció sin titubeo alguno como se demuestra en los casos de Vitoria y en Euskadi, en general, en los años 70.
Existen, sin duda, otros muchos mitos que pueblan el imaginario sobre el franquismo (y que en algo han contribuido series como Cuéntame). No debemos ignorar que el régimen se concibió como un modelo ideal de sociedad. Despreciaba a la democracia porque ella había sido el germen de los males nacidos durante la II República. Había dado lugar a la pluralidad de partidos, a los odiosos separatismos de vascos, gallegos o catalanes, amén de permitir la existencia de los masones y comunistas, auténticos cánceres de la nación. Tal era su cerril pensamiento.
La Guerra Civil se consideró como el inicio de una nueva era gloriosa, amparada por la figura emblemática de un Franco invicto que había sido capaz de evitar entrar en la Segunda Guerra Mundial por el bien de España. Y que, después, gracias a la autarquía había logrado que el país pudiera valerse por sí mismo, evolucionando hasta el presunto milagro económico de los tecnócratas y, finalmente, eclosionando en la democracia actual.
Franco, nos desvela la historiografía, fue, ante todo, un mediocre general africanista que tuvo la posibilidad de haber acortado la contienda a unas pocas semanas de duración. Pero su empeño en seguir una campaña lenta y sangrienta hizo posible la creación de ese personaje mitificado, reprimiendo y depurando a los desafectos, mientras brillaba por su ausencia una hábil estrategia militar. Su distanciamiento de los países del Eje, tras haberle ayudado, fue más producto de sus ambiciones coloniales que por no tener intenciones de participar en la Segunda Guerra Mundial. Lo cual fue después vendido por los publicistas del régimen como parte de una inteligente actitud de Franco.
Del mismo modo, los últimos estudios revelan que el régimen no evolucionó de manera natural hacia la modernización o la democracia, sino que se vio urgido por la necesidad. Los tecnócratas abrieron la economía puesto que, de lo contrario, se habría venido abajo el sistema. El futuro del régimen, su continuidad, fue orquestada siguiendo los rancios y encorsetados patrones previstos por el dictador, creyendo que continuaría a su muerte, en su expresión "atado y bien atado". Por fortuna, no fue así. La larga duración de su dictadura caudillista fue posible gracias a los vaivenes de la Historia y no por ostentar cualidad alguna, salvo la de apoyarse en el poder coercitivo de las fuerzas de seguridad del Estado y los militares. El problema aún radica en que su larga sombra sigue mediatizando a la sociedad actual y nos impide vivir el presente y aspirar a un mañana, sin el lastre de los complejos de ese pasado.