ESTE fin de semana es el fiestero por excelencia. Será difícil que se zafen, salvo reclusión monacal o que opten por la nada despreciable opción de disfrutar de la desértica -ya no tanto- Gasteiz (poca terracita, lamentablemente, con este verano genuinamente a la vasca que estamos padeciendo, joder con el hecho diferencial). Este tipo de festejos suelen ser el escenario en el que uno/a se va dando cuenta de que cumple años, esa célebre frase de "me estoy haciendo viejo", sobre todo en el día después, sumido en ese tipo de resacas que te hacen jurar y perjurar que nunca más volverás a probar la bebida de turno que te sumió en semejante paupérrimo estado, generalmente alguna de esas mezclas infames más propias de fiesta universitaria de la palmera melocotonera que de un gourmet que, como tú reconócelo, disfruta ahora del poteo del domingo al mediodía a golpe de criancita. Pero hay señales previas, de que te haces mayor digo. Ejemplo. Entras a un bar y, cuando te fijas, exclamas sorprendido ¡esto está lleno de críos! No, error. Ellos tienen la misma edad que tú cuando empezaste a frecuentar esos fantásticos tugurios. Pero tú, amigo mío, has superado los 30 y eres, sí cruel destino, el abuelete del local. Segunda señal: suena La bola de cristal y sólo tú declamas a voz en grito la letra. Esto es definitivo. El resto del bar nació en los 90, no sabe quien es Danny Amatullo ni Naranjito y, por increíble que parezca, nunca podrás debatir con ellos en pleno éxtasis de la juerga sobre la paradoja dicotómica de que Espinete sólo se vistiera para ir a la cama. Cosas de la edad.
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