ESTOS días pasados se hicieron públicas las conclusiones del informe del Gobierno británico sobre los hechos criminales del 30 de enero de 1972, en Derry, Irlanda del Norte, conocido como Domingo sangriento, a causa de los cuales murieron 14 personas y fueron heridas varias decenas, manifestantes todos de derechos civiles, más pacíficos de lo que convenía a la necesidad de dar un escarmiento militar a los nacionalistas norirlandeses. El premier británico, David Cameron, pidió perdón públicamente en nombre del Gobierno y del pueblo británico por aquellos crímenes cometidos en completa impunidad por soldados británicos amparándose en su uniforme y en las órdenes recibidas de tirar a matar.
Visto desde lejos, tanto celo y gallardía gubernamental se ha visto con envidia como algo deseable, exportable incluso a otros conflictos y a otros crímenes y excesos gubernamentales tapados por la mala intención o la nula voluntad, tanto gubernamental como judicial, de esclarecer los hechos. Algo parecido a la felonía del juez inglés Widgery que, en 1972, elaboró un informe oficial que, de manera consciente y voluntaria, tergiversaba la realidad de lo sucedido y que, basándose en testimonios falsos, mintió a sabiendas y a las órdenes del Gobierno para exonerar al Ejército y culpar de lo sucedido a los manifestantes irlandeses.
Sólo que se olvida que si esa investigación se puso en marcha, no fue por la voluntad del Gobierno británico de esclarecer los hechos, sino que la comisión de investigación sobre los hechos del Domingo sangriento fue una de las condiciones de los acuerdos de paz de Stormont. Sin esa exigencia, las cosas habrían seguido como hasta ahora: una declaración oficial que ocultaba los crímenes cometidos por soldados británicos el domingo 30 de enero de 1972 y exoneraba a éstos de toda culpa.
Han tenido que pasar cuarenta años, no para que la verdad o algo parecido a ésta haya salido a la luz -ya había aparecido en los relatos particulares de parte interesada y con películas como Domingo sangriento, de Paul Greengrass-, sino para que los hechos en su realidad se hayan admitido de manera oficial.
Alguna prensa española ha visto con indisimulados malos ojos el afán de reclamación de algunos de los afectados, por familiares de las víctimas, que ahora piensan en reclamar responsabilidades concretas, mientras que aprobaba que, para otros, celebrar el perdón bastara y tal vez sobrara. Por su parte, la prensa adicta a los sistemas gubernamentales de fuerza y abusos continuados, la misma que en 1969 enmascaró el asesinato de Enrique Ruano, tuvo que tragar el sapo.
Entre los familiares de las víctimas hay quienes han hecho público que el perdón teatral pedido por David Cameron les basta como reparación simbólica. Bien está, sobre todo si detrás de las reclamaciones ves tu propia ruina económica, tu tiempo y tu vida hipotecados. Hoy día, ciertas reclamaciones, esto es, el ejercicio de legítimos derechos por parte de víctimas de abusos se ven como revanchas: "Ahí tiene su razón, llévesela a casa y deje de fastidiar". Una por una, no cercenar a quien tiene derechos legítimos, protegidos por las leyes, en el ejercicio de éstos, no acosarlo con consideraciones morales o éticas ajenas a su caso, y dejarle en total libertad... Ya se encargarán luego los jueces adictos al régimen de poner las cosas en su sitio, y el propio procedimiento de hacer poco menos que humo esas reclamaciones con dilaciones, cuestiones de orden, excepciones y falta de verdaderas ganas de instruir algo que perjudica, y de qué manera, la impecable imagen de las instituciones de la patria. Victorias pírricas, pero ésta es otra historia.
En otros ámbitos, el resultado de ese informe británico ha provocado el recuerdo forzoso de algunos atropellos y la manifestación del deseo de que un Gobierno como el español reconociera alguna vez la participación directa y no azarosa ni ocasional de servicios o instituciones del Estado en algunos crímenes que han quedado por completo impunes: Vitoria 1976, Montejurra también de 1976, Sanfermines de 1978, Mikel Zabalza en 1985... por poner unos ejemplos.
Es verdad que pedir entonces a una magistratura y a una fiscalía que había sido plenamente franquista hasta la víspera, verdadero celo en la investigación de aquellos crímenes, era pedir demasiado. Lo saben los abogados que actuaron entonces en defensa de las víctimas, perjudicados y partes interesadas. En el caso de Pamplona y Vitoria, todo apuntaba a la actuación decididamente criminal de los mandos de la Policía Armada. Nunca se llegó a nada, a pesar de los cientos por no decir miles de testimonios, y con la ayuda inestimable de las amnistías. En el de Mikel Zabalza, arrojado al río Bidasoa para simular un ahogamiento y una fuga grotescas, aparte de constituir un testimonio de la historia de la infamia, tampoco. Es del dominio público que el asunto GAL no fue investigado a fondo y jamás, que se sepa, el BVE. La Policía era la Policía, el Ejército ídem, y las trastiendas del Gobierno, éste. Y lo sigue siendo. En la práctica, intocables. Es como si los familiares de éstas y otras víctimas no tuvieran derecho a la verdad de lo sucedido, a la memoria y a una reparación siquiera formal, todo lo teatral que queramos, del abuso del que fueron objeto por los aparatos del Estado, de un Estado que sigue demostrando que hay dos clases de víctimas de la violencia, unas y otras. Inútil explicar a estas alturas cuáles son unas y cuáles otras. Unas merecen el reconocimiento público, otras no o muy poco. La llamada Transición no puede enjuagar todos los crímenes que se cometieron a su amparo y que provocan el encogimiento de hombros que algunos provocan en un sistema de cosas en el que la víctima tiene que tragar, olvidar, pasar página, y el verdugo o sus cómplices y valedores jamás. Sólo por esto merece la pena recordar, escribir, ejercitar la memoria, nombrar la infamia, dejar constancia.