Cuanto más duradera es la crisis, con mayor claridad se percibe la fragilidad de la estructura social sobre la que gira el modelo de sociedad en el que vivimos.
Los analistas del momento mantienen el microscopio anclado en una realidad inmóvil sobre la que realizan sesudos análisis y para la que aportan con mayor o menor destreza una serie de mágicas soluciones que acabarán con los males a los que nos enfrentamos en el día a día. Pero sus conclusiones tienden mayoritariamente a centrarse en un único enfoque del problema: el económico.
(...) Este sistema que sufrimos se sustenta, por definición, en el crecimiento sistemático y progresivo de la riqueza. Se trata de un sistema de continua suma con desarrollos, en muchos casos, exponenciales. De no mantenerse así, el nivel de consumo caería y el sistema económico entraría en graves crisis de superproducción, o, más concretamente, de costes estructurales demasiado altos para la viabilidad económica, que se basa, casi exclusivamente, en los beneficios contables. La consecuencia de no poder mantener ininterrumpidamente dicho crecimiento es lo que se conoce como crisis económica. También como crisis sistémica. Siendo todo esto cierto, resulta innegable que el sistema necesita para sustentarse de más soportes además del económico, dotándolo de personalidad en sí mismo. Se trata del soporte social y del soporte medioambiental.
El soporte social, hoy en segundo plano, se encarga del mantenimiento formal del sistema. Más que por la capacidad de trabajo, actualmente las personas somos valoradas por nuestra capacidad de consumo. Por ello, la economía ya no se dirige en esencia hacia las clases altas sino directamente hacia los colectivos con mayor potencial de consumo. El lema de la democratización del consumo es tan falso en el plano económico como lo es la democratización en el plano político. Aunque en el caso político no es tan evidente, el consumo ha constituido un claro elemento diferenciador entre individuos, convirtiéndose en un indicador más de clasificación social, junto, por ejemplo, al nivel de educación, sexo o grupo de edad.
De esta manera, ya se puede hablar de la existencia de clases consumistas y de clases no consumistas o dependientes. Este hecho resulta tan cierto y visible que hoy es el día en el que incluso las administraciones públicas sustentan sus políticas sociales en ayudas económicas directas, todas basadas en el dinero. No interesa tanto adoptar medidas estructurales como que la gente no proteste o, al menos, que el número de quienes lo hagan no resulte muy elevado. Para ello, se compra su silencio y su capacidad de lucha con ayudas económicas (...).
En cuanto al soporte medioambiental, sobre él se desarrollan todas las actividades humanas, y de la relación del ser humano con el mismo se desprende el tipo de modelo que una sociedad ha adoptado para sus relaciones económico-sociales. Actualmente, y bajo el prisma desarrollista imperante, el medio ambiente no se considera como sujeto en sí mismo, sino que es alterado y destruido para adaptarlo a los requerimientos que el crecimiento perpetuo demanda. La necesidad de crecer para mantener el consumo impone una actitud antiecológica nunca basada en premisas de interacción positiva con el medio, sino todo lo contrario, promulgando un crecimiento infinito basado en la explotación de recursos finitos por naturaleza.
Infraestructuras como el TAV, las grandes autopistas o los centros comerciales son ejemplos de lo poco que se busca la eficiencia y la gestión responsable del medio. Constituyen en sí mismas el reflejo de un gasto (y desgaste) desmesurado que fuerza a continuar proyectando este tipo de obras faraónicas que dan continuidad a un modelo obsoleto desde su concepción y que no respeta el único medio del que dispone el ser humano para sobrevivir.
Parece claro que, en el sistema actual, el económico es el eje alrededor del que pivotan los dos restantes. De esta forma, para intentar arreglar una crisis del sistema en su totalidad se están planteando políticas parciales destinadas a perpetuar el mismo sistema, sin que nadie parezca percatarse de que se trata de un problema global de dimensiones igualmente globales. Un problema del sistema sobre el que hay que actuar en su totalidad.
Al considerar los tres ejes en su medida real, se aprecia que el soporte social es el que más importancia toma. Las relaciones entre personas generan relaciones económicas y conllevan relaciones con el medio. Así percibimos como, si realmente apostásemos por políticas sociales dirigidas a generar un cambio, esas mismas políticas, al modificar las relaciones entre los miembros de la sociedad, generarían sinergias también de cambio que impulsarían nuevas relaciones económicas y finalmente posibilitar que las actitudes desarrollistas ralentizasen, al menos, su ritmo de "desarrollo".
Para ello, los ayuntamientos deben asumir un principio básico de actuación: el fin del paternalismo en sus políticas de intervención social. No se deben crear sociedades dependientes, sino todo lo contrario. Se debe generar un impulso social suficiente para que todos los miembros de la sociedad dispongan de los mismos derechos y oportunidades a la hora de acceder a los recursos. (...)