el artículo 24 de la vigente Ley 4/2005 para la Igualdad de Mujeres y Hombres en la CAPV establece que "las administraciones públicas vascas no podrán dar ningún tipo de ayuda a las asociaciones y organizaciones que discriminen por razón de sexo en su proceso de admisión o en su funcionamiento" y el artículo 25 prohíbe "la organización y realización de actividades culturales en espacios públicos en las que no se permita o se obstaculice la participación de las mujeres en condiciones de igualdad con los hombres" y dispone que no puede concederse ayuda a las actividades culturales (lato sensu) discriminatorias por razón de sexo. La aplicación de estos dos preceptos está generando diversas controversias.
Creo, en primer lugar, que entendida la ayuda, según parece deducirse del contexto, como incluso la no dineraria, la aportación en especie (servicios, infraestructuras...), ambas disposiciones son imposibles de cumplir en su literalidad sin riesgo de infringir otros mandatos constitucionales, y por tanto deberían ser modificadas. Y creo, además, que su aplicación lo está poniendo de manifiesto.
No hay entidad que practique discriminación más evidente de las mujeres que la Iglesia católica. No las excluye tan sólo de los órganos directivos, sino que limita su participación en los actos religiosos y les asigna, de hecho y de derecho salvo excepciones, funciones concretas y específicas. Sin embargo, la Iglesia católica recibe ayudas, legítimas y justificadas, de todo tipo y organiza actos en los que la mujer se ve manifiestamente discriminada. Podría alguien agarrarse a que la prohibición se ciñe a los actos culturales, y caracterizar las misas (con bastante fundamento), las procesiones (con algo menos) y las representaciones (con casi ninguno) como actos estrictamente religiosos o incluso sostener, más difícilmente, que estamos ante supuestos de "justificación objetiva y razonable", en los términos del artículo 3 de la Ley, pero se trata de maneras de eludir, ad hoc, respecto de determinado sujeto concreto, su objeto y espíritu.
No pretendo, naturalmente en cuanto integrante de esa misma Iglesia, que se prohíban las misas, ni que se exija que el Jesús de la Pasión sea representado por mujeres si las hay dispuestas, sino dejar sentado a donde podrían conducir determinadas interpretaciones de preceptos de redacción tan tajante. Si razones históricas (que son las que están detrás de los acuerdos Estado-Santa Sede) explican este trato singular, la pregunta es por qué no pueden hacerlo en algunos otros.
Todos los informes oficiales denuncian que en el ámbito laboral de la empresa privada se produce una discriminación muy evidente de las mujeres, tanto en lo que se refiere a recibir similar retribución por idéntico trabajo como en lo que hace a la promoción y desarrollo de una carrera profesional en condiciones igualitarias. Empresas en las que la circunstancia es evidente, observada tan sólo la composición de los órganos de administración y dirección (pongamos por caso las entidades financieras) reciben millones ingentes de euros de ayudas públicas y no dejan de organizar actos culturales (saraos) de índole diversa en los que el protagonismo de la mujer se reduce a servir canapés y sonreír a los invitados.
Podríamos poner más ejemplos, pero no hace falta. Una norma que obliga a todos pero sólo se aplica a algunos es una norma injusta y discriminatoria. Esas dificultades de aplicación ponen de relieve los límites del legislador si quiere respetar la libertad de expresión, la libertad de asociación y el derecho a pensar (aunque sea equivocadamente) distinto.
Tanto el legislador como la Administración tienen el derecho de fomentar unos valores y darles preferencia con respecto a otros a través, por ejemplo, de la concesión de ayudas públicas de todo tipo. Tienen incluso derecho (aquí lo de deber me parece más cuestionable) a dar preferencia en la utilización del espacio público a quienes lo van a hacer de forma más congruente con esos valores que se pretende promover.
Pero es más que dudoso que tengan legitimidad suficiente como para excluir por completo del espacio público a los disidentes. Más aún si se toleran actividades excluyentes por razón de género (carreras sólo para mujeres, por ejemplo) si se considera que reivindican la dignidad o capacidad del discriminado. Es también cuestionable que deba negarse toda ayuda por esta causa. ¿Cabe negar la colaboración (y arruinar con ello quizá la viabilidad) de un proyecto de interés público por el hecho de que vaya a desarrollarlo una asociación exclusivamente de hombres, incluso aunque sea un proyecto de promoción de la igualdad de género? ¿Está esta igualdad hasta tal punto por encima de cualquier otro valor o consideración?
Carece a nuestro juicio de legitimidad, finalmente, la Administración, para restringir la libertad en el ámbito privado, cuando ésta no se traduce en conductas penalmente perseguibles. Va a acabar resultando que un matrimonio no puede decidir, en ejercicio de la libertad y común acuerdo de quienes lo contraen, que la mujer se dedique preferentemente al cuidado de los hijos (si es al revés nadie protestará) mientras el hombre trabaja, porque eso la discrimina. Nos parezca a nosotros lo que nos parezca el tal acuerdo, la libertad tiene que llegar hasta ahí porque si no es muy pobre. Porque frente a la dictadura de lo políticamente correcto hay que proclamar que la libertad (o lo que es lo mismo a estos efectos, la disidencia) sólo existe si puede expresarse, si tiene un espacio, un txoko, mayor o menor, en que proclamar que está ahí, si tiene un espacio para servir de reflejo y de constante desafío a la verdad asumida por la mayoría obligando a ésta a basar y fundamentar sus decisiones en algo más que en el mero número mayoritario de votos.