LO peor de la crisis ya ha pasado, afortunadamente. Hace un año, año y medio, o así, la cosa estaba realmente chunga. Parecía que el sistema se hundía. Se hablaba de que había que refundar el capitalismo, como si ya no funcionara, o todavía peor, que el capitalismo había entrado en coma, que debería ser sustituido por otra cosa. Quebraban o amenazaban con quebrar bancos y aseguradoras, intachables hombres de negocios eran detenidos y procesados. Los gobiernos acudían a hacerse cargo de empresas en dificultades; se hablaba de poner límites a los beneficios empresariales, se amenazaba incluso con resucitar las nacionalizaciones de bancos, se hablaba de acabar con los paraísos fiscales. El fantasma de Keynes recorría Europa y el resto del mundo.

Hoy las cosas pintan mucho mejor. Hemos salvado el capitalismo. Gracias a las ayudas estatales las grandes empresas se han recuperado (han perecido muchas de las pequeñas, pero ése es el precio de la prosperidad) y vuelven a dar pingües beneficios. Hubo que hacer algún reajuste; alguna fusión, enviar a sus casas a algunos ejecutivos, pero bien indemnizados. Hubo que despedir a algunos trabajadores, pero las arcas públicas o las de la beneficencia se hicieron cargo de ellos.

Hace un año los banqueros parecían los malos de la película. Los periódicos hacían titulares escandalosos con lo que ganaban o con las pensiones con las que se jubilaban. Hubo que hacer una discreta campaña de relaciones públicas para que los medios de comunicación se fijaran en otra cosa. Hoy la opinión pública tiene una mejor percepción; los que están en la picota son los políticos. Aunque nunca podrán aspirar a percibir ni la décima parte de lo que se lleva un buen directivo del sector privado, han de estar pidiendo perdón todo el día por su sueldo y sus pensiones, no tienen más remedio que congelárselos. Y todavía mejor, los funcionarios también han caído en desgracia. Hace pocos años parecían unos pringados, gente sin ambiciones que se conformaba con un modesto salario y renunciaba a participar de la juerga económica en la que vivíamos; en la que el que no daba el pelotazo con la bolsa lo daba con el suelo, o con ambas cosas a la vez, donde los emprendedores que acertaban se forraban lo mismo vendiendo teléfonos móviles u ordenadores que vuelos baratos o gastronomía de diseño. Hoy los funcionarios se perciben como unos privilegiados con puesto de trabajo asegurado; hasta suena bien que se empiece a hablar de recortarles los sueldos. Costará un poco más que la opinión pública mire también con sospecha al trabajador del sector privado con contrato fijo, pero vamos por buen camino. De momento ya están hábilmente desacreditados los sindicatos que le defienden.

Una vez garantizado lo principal, que el sistema sigue funcionando, y sigue funcionando bien, generando beneficios que se van acumulando para poder seguir generando más beneficios (obviamente, acumulados en unas pocas manos, las que van a saber hacerlos productivos, si se repartieran perderían esa cualidad, ése es el núcleo irrenunciable del sistema), habrá que hacer unos pocos ajustes más. Para asegurar la supervivencia de las entidades financieras los estados se han endeudado demasiado; para auxiliar a los trabajadores que ha sido necesario despedir los estados han gastado demasiado dinero; hay que equilibrar las cuentas. Una vez que el Estado ha salvado al sistema, es hora de que los ciudadanos acudan a salvar el estado.

Habrá que subir impuestos y reducir gastos. No los impuestos que gravan a quienes más tienen, claro, bastante han sufrido ya con la perspectiva felizmente superada de dejar de obtener beneficios. Y, de todos modos, no es buena idea exigirles impuestos porque en ningún caso los iban a pagar, como no los han pagado hasta ahora. Felizmente, el dinero se mueve más rápido que las leyes fiscales y se va adonde menos tribute, y por fortuna hay muchos lugares en el mundo donde se tributa poco o nada. Tendrán que ser los impuestos que pagan los que no pueden evitarlos; como siempre, los que van a la cesta de la compra. Quizás no sea justo, pero es necesario.

Y hay que tener cuidado con qué gastos se reducen. No se pueden recortar los que hacen funcionar el sistema, el apoyo a los sectores productivos, las subvenciones a las empresas, la inversión en infraestructuras, todo eso. Habrá que recortar de los gastos improductivos, como los programas sociales, los subsidios de desempleo, las pensiones, la educación, la sanidad. Si cada contribuyente pone un poquito de su parte, por ejemplo, se jubila un poco más tarde, con una pensión un poquito menor, y aguanta un poquito más en las listas de espera en su centro de salud, saldrán las cuentas. Incluso se podrá permitir que los empresarios tengan que cotizar un poco menos a la Seguridad Social, lo que les supondrá un gran alivio.

En España el Gobierno ya ha empezado a entender que hay que apretar el cinturón; el cinturón de los de siempre. Pero vamos por muy buen camino para que quienes van a afrontar con sus bolsillos la crisis lo acepten de buen grado. De momento se ha conseguido colar como una loable y desinteresada iniciativa social la campaña Esto sólo lo arreglamos entre todos, detrás de la cual está la Fundación Confianza, promovida por entidades de toda confianza (entre ellas, BBVA, Cámaras de Comercio, Cepsa, Endesa, El Corte Inglés, Iberdrola, Repsol, Banco Santander, Telefónica, etcétera), que están consiguiendo hacerse pasar por desprendidas entidades benéficas que no han tenido nada que ver con el estropicio (algunos extremistas contestan con lemas como que lo arreglen los que lo han jodido, pero ya se conseguirá que no se les oiga demasiado). A nada que se logre generar un poco del optimismo que se pretende, ni siquiera hará falta untar de vaselina las partes más sensibles.