LO diré desde el inicio: todo indica que el gobierno ultraconservador de Benjamin Netanyahu y Avigdor Lieberman, representante de la derecha radical israelí, ha decidido sumarse a la durísima campaña de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense con el fin de bloquear, debilitar y, si es posible, desestabilizar al presidente Obama. Se trata de impedir toda solución al conflicto palestino-israelí y provocar la obturación de cualquier salida que implique el reconocimiento del Estado palestino y el cumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas. Es cierto que el desafío es peligroso para Tel Aviv. Un posible efecto boomerang se podría proyectar sobre el Ejecutivo elegido hace un año si el electorado de su país percibe que se está poniendo en peligro el principal dispositivo de seguridad de Israel, que no es otro que el apoyo diplomático, político, militar y económico de Washington. Pero hagamos un poco de historia.

Hace poco más de un año culminaba la última y sangrienta ofensiva del Ejército israelí contra los palestinos de la franja de Gaza, llamada por sus diseñadores, Plomo fundido. La necesidad de repeler e impedir el lanzamiento de cohetes Kassam por los militantes de Hamás contra la población israelí y el legítimo derecho a la defensa del Estado de Israel fueron utilizados como argumento definitivo para entrar en Gaza a sangre y fuego. Nadie dejaba de condenar el lanzamiento de los cohetes ni de respaldar el derecho que asiste a todo Estado a su propia defensa. Pero la desproporción, la violencia inusitada contra refugiados civiles y el uso de armas prohibidas por parte del Ejército israelí convirtieron aquellas semanas en una pesadilla. La opinión pública mundial contemplaba horrorizada la masacre desencadenada por el tambaleante gobierno de la centrista de Kadima, Tzipi Livni, y del ex primer ministro laborista Ehud Barak, convertido en el responsable de Defensa. Ante la impotencia y los equilibrios vergonzantes de la mayoría de los gobiernos democráticos, fue la opinión pública mundial la que alzó su voz y miles de ciudadanos salimos a las calles para exigir el fin inmediato de una locura militar que supuso la muerte de más de 1.400 palestinos de Gaza y de 13 ciudadanos israelíes. Hoy, Israel mantiene el bloqueo económico contra Gaza, que ya dura cuatro años, y que ha merecido la inequívoca condena de la Unión Europea y de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados. Su jefe, John Ging, ha sido contundente: "Tiene que haber acción. Mil días y mil noches de un asedio medieval es demasiado. Es una vergüenza, es una desgracia".

¿Por qué se desencadenó la operación Plomo fundido contra Gaza? Básicamente se perseguían dos objetivos. Por una parte se trataba de frenar, desactivar e invertir, si fuera posible, las perspectivas electorales que ya pronosticaban la probable victoria de Benjamin Netanyahu, líder del conservador Likud. Asumiendo su política de dureza, el Gobierno Livni-Barak soñaba con desvanecer el peligro de Netanyahu. En segundo lugar, la ofensiva militar pretendía enviar un mensaje inequívoco a Obama en vísperas de su toma de posesión como nuevo presidente de los EEUU. Pero, como suele ocurrir en bastantes ocasiones a lo largo de la historia, el disparo salió por la culata con tal virulencia política que la sociedad israelí asumió la lógica de la guerra propuesta por su Gobierno hasta sus últimas consecuencias. Así, lejos de aplaudir a los directores de escena, decidió cambiarlos siguiendo una lógica aplastante. La reflexión es sencilla: si hemos de afrontar un escenario bélico que los actores sean los mejores. No queremos copias. La radicalización del electorado se consumó, Tzipi Livni perdió el Gobierno y el cazador apareció cazado en su propia trampa.

No acabarían aquí las sorpresas. Resultó que el laborista Ehud Barak, que sufrió una severa derrota en las urnas, rizó el rizo, y decidió apoyar e integrarse en la nueva mayoría de Netanyahu y Lieberman, lo que ha significado el desmoronamiento político de los laboristas. Así que la operación Plomo fundido culminó con el nacimiento del gobierno más conservador y belicista conocido en la historia de Israel, apoyado por 27 diputados del Likud, los 13 de los laboristas, 15 representantes de Yisrael Beytenu (derecha radical) de Lieberman, 11 escaños del Shas, ultraortodoxo sefardí, 3 diputados de La Casa Judía, sionistas religiosos y cinco representantes de Unidad por la Torah y el Judaísmo que son ultraortodoxos askenazíes.

Pero el segundo objetivo de Plomo fundido, asumido por el nuevo Gobierno israelí, se torna más complejo: neutralizar las exigencias de Barack Obama para buscar una salida y una solución definitiva a un conflicto que ya dura más de sesenta años, que eleva la tensión política y militar en toda la región y que sirve de coartada a Irán en su política interior y exterior. El propio Simon Peres, presidente de Israel, reconoce que "Ahmadineyad usa el conflicto árabe-israelí como excusa", pero, al mismo tiempo, el Gobierno de Tel Aviv adopta decisiones que constituyen auténticas provocaciones y que impiden o bloquean cualquier negociación sobre el nacimiento del Estado palestino.

Como es sabido, un día después de que la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) acordara regresar a la mesa de negociaciones, y coincidiendo con llegada a Tel Aviv del vicepresidente Joseph Biden, el Gobierno de Netanyahu anunció la semana pasada la construcción de 1.600 viviendas en Jerusalén Este para nuevos colonos israelíes, más allá de la línea verde que divide a la ciudad entre la parte israelí y la árabe. Además, tal decisión vulnera, una vez más, la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU.

Es verdad que Netanyahu ha pedido disculpas a Biden y a la secretaria de Estado, Clinton, responsabilizando a su ministro del Interior del desaguisado. Pero aceptar a estas alturas las excusas de Netanyahu sería tanto como creer que vivimos en el mundo de Peter Pan. Se trata de situar a Obama, fortalecido ahora tras la votación de la reforma sanitaria, ante una política de hechos consumados y colaborar con la campaña de descrédito del presidente de los EEUU que se está desarrollando en su país. Con toda seguridad, el Gobierno de Netanyahu calcula que puede derrotar la posición de firmeza de Obama contra los asentamientos, esperando que los flancos abiertos en Afganistán, Irak, Pakistán y un posible agravamiento de la crisis iraní, agoten el impulso reformador de la política internacional de los EEUU. Se busca la derrota de Obama. Y Netanyahu no se quedará atrás, aunque ello implique, como escribía hace pocas semanas Shlomo Ben-Ami que "en todo Oriente Próximo está cobrando fuerza una creencia generalizada: la guerra es inevitable". Esperemos que el prudente ex ministro de Relaciones Exteriores israelí no acierte.