MUCHOS de ustedes conocerán a alguien que por culpa de una lesión, un problema óseo o muscular o por cualquier otro motivo, que miles hay, sufre los fenómenos meteorológicos de manera diferente al resto de los mortales. Cuántas veces habrán oído eso de "viene cambio de tiempo, lo noto en la rodilla" o "mañana llueve, la lesión en el codo no me miente"; de hecho, quizás les pasa a alguno de ustedes. Es algo muy normal y, no lo dudo, constará con nombre y apellido en algún manual de patologías médicas. Nada que objetar, por tanto, a esas molestias. También existen los dolores de cabeza relacionados con estos mismos cambios atmosféricos; mi madre solía sufrir jaquecas cuando llegaban las nubes por el noroeste y tenía que recurrir al remedio del optalidón, revolución pastillera de hace decenios que servía para calmar esas molestias y la desesperación que podían llegar a causar cinco churumbeles revoloteando por un piso de la calle Adriano VI. Ahora bien, hay quien justifica su mal humor y sus arranques de ira por el viento, "que no sé lo que me pasa, perdona, ya sé que te he gritado, es este viento que no me deja pensar y me saca de mis casillas". Y así puedes acabar mal con un buen amigo, irritar a tus vecinos y desconcertar a la parroquia del bar. Eso no cuela. La templanza y la educación son valores que afianzan nuestras relaciones. Si se pierden ambas no es que se las haya llevado una ráfaga del vendaval, las ha destrozado un latigazo de cólera. El viento sólo mueve las cosas. A veces demasiado.