HACE unos días, cuando murió el escritor norteamericano J.D. Salinger en su casa de New Hampshire, los medios de comunicación volvieron a reactivar el debate sobre él, desempolvaron la polémica sobre el autor de El guardián entre el centeno. A lo largo de medio siglo, desde que decidió retirarse en ese lugar de Nueva Inglaterra, fueron sucediéndose los rumores acerca de su vida, de su reclusión voluntaria y de los libros que debía de estar escribiendo en soledad. Eran noticias sobre alguien que le había visto, de familiares suyos dispuestos a contar chismes domésticos o de editores que anunciaban la aparición inminente de una historia inédita de Salinger. Casi todas se quedaban a medias, se desinflaban sin convertirse en nada y, sin embargo, realimentaban la leyenda del artista para que fuese un fuego siempre encendido.

Antes de cada una de esas primicias, se recordaba al lector o al oyente quién era el personaje, cuál era el libro que le había hecho célebre, y cómo poco tiempo después de publicarlo había desaparecido del mundillo literario de Nueva York refugiándose en el campo. Y dado que la misión de esas crónicas era sobre todo contribuir a la perpetuación del fenómeno, cuando aparecían en los periódicos iban acompañadas de esa foto tan conocida donde se ve a un Salinger envejecido mirando a la cámara con expresión airada.

Aunque es verdad que por un lado se trataba de aportar misterio e intriga, de sacralizar la cosa para sacarle todo el rendimiento posible, por otro los círculos culturales norteamericanos intentaban acercarse al autor con el deseo de conocer las razones y los detalles de su extraño destierro. No podían comprender por qué alguien que alcanzaba el éxito y la fama se quitaba de en medio dando la espalda a semejante esplendor. No concebían que alguien renunciara a todo lo que ellos ansiaban, así que salían en busca de ese raro espécimen con el propósito de observarlo con lupa. En definitiva, fomentaban el mito y, al mismo tiempo, organizaban asaltos para acabar con él.

Pero Salinger no es un caso único en ese proceso destructivo. Son habituales los ejemplos en que un artista de talento sufre persecución en el momento en que opta por apartarse. Ese alejamiento puede consistir en la elección de una existencia privada o de una vida basada en hábitos distintos a los practicados por los demás. Entonces, cuando eso se produce, se pone en marcha el asedio al hombre diferente. Se le acosa de mil maneras para que salga a la luz como un conejo asustado por los faros de un coche. Se le presiona para que explique a todos quién es en realidad, cómo es en el fondo, por qué es así, cuánto tiempo lo será y si dejará de serlo alguna vez.

Hay un descaro especial en ese comportamiento, una actitud insolente en el modo en que se le aborda. Porque lo que se pretende no es sólo curiosear en lo ajeno, sino librar al personaje de la anormalidad, devolverle al entorno donde surgió y en el que estuvo hasta que decidió marcharse. Se le ofrece la posibilidad de regresar y, cuando ese ofrecimiento es rechazado, empieza una segunda fase que es en definitiva una forma de venganza. Al hombre diferente que insiste en seguir siéndolo se le castiga con rumores inventados sobre él, con la amenaza de ediciones apócrifas de sus obras, o atribuyéndole directamente delitos no cometidos.

Los últimos años de Michael Jackson fueron una lucha continua por escapar de quienes le habían colocado en ese punto de mira. Varios fiscales de California dedicaron todo sus esfuerzos en conseguir declaraciones contra él, llevarle ante los tribunales, juzgarle por abusos sexuales y obtener una condena ejemplar. Para ellos era intolerable que un sujeto con esas costumbres y tamaña extravagancia anduviera tan campante por ahí. No, Jackson había logrado el éxito y la fama y ahora debía agradecer el reconocimiento de la única manera posible, reincorporándose al redil de los hombres normales.

La masa, sea la sociedad en general o un colectivo concreto, necesita líderes espirituales que la conduzcan. Cuando los encuentra en el mundo de la creación artística, los apoya y los jalea en un principio, garantiza desde abajo la celebridad que merecen. Está dispuesta a aceptar sus excentricidades si son manías divertidas y siempre que el artista se comprometa a seguir bajo los focos hasta el final. Y si a alguno de ellos se le ocurre hacer dejación de sus funciones, renunciar al papel de guía que le han endosado por amor, la masa reaccionará irritada, se sentirá traicionada en lo más profundo.

Ahora que Salinger ha muerto, se reducen las posibilidades de incordiarle, pero no desaparecen del todo. Habrá quien se frotará las manos sabiendo que, una vez fallecido el autor, ya no será tan fácil evitar la publicación de mentiras sobre su vida, de fotografías de su casa, de segundas partes de su novela o de películas innecesarias sobre ella. Ahora llegarán los que le perseguían y convertirán la rareza en beneficio. Sí, profanarán la tumba del escritor y mostrarán su cadáver como un trofeo.