Nuestra sociedad vasca, hastiada y convulsa como pocas, amanece por enésima vez ante otra tentativa de encauzar las aguas estancadas e insalubres de la violencia -en su más amplia lectura-, hacia el fluir del río de la convivencia, con un mar de vida esperándonos para un atardecer en libertad. Nuestra libertad.

Pseudopoéticos deseos aparte, son ya décadas de suspirar por el sueño alcanzable de la paz, décadas también de mutarse en malos sueños para todos y de pesadillas frondosas para los directamente implicados, producto de las reiteradas frustraciones por la falta de diálogo y sinceridad (entre otras, cómo no) ejes de cualquier negociación razonable y sociable. No se puede siempre nadar y guardar la ropa, hay que mojarse y a fondo, y así y todo, verlas venir.

Las suspicacias, los odios incontrolados, las desconfianzas, los enroques infundados, las represalias, las represiones... sabemos que no pueden ni deben ser los pilares fundamentales de la búsqueda de la conciliación, pero han de ser comprendidos -que no compartidos- en su justa medida ante los dolorosos fracasos pretéritos. La violencia es así de injusta, y la paz es ausencia de violencia. El objetivo final, la concordia, por mucho que se contamine con los medios utilizados hasta ahora, es demasiado hermoso y merece la pena; lo que no necesitamos son las penas que produce el frentismo enquistado en posiciones inmovilistas, sin visos de solución.

Demos una oportunidad a la paz como excelencia y culmen de esta sociedad plural, que lo tiene más que merecido, y que cada uno de sus componentes ponga sus límites a la "paziencia vasca", pero que no limite a los demás. La tan ansiada paz nos espera con los brazos abiertos. Es hora de ir al abrazo y dejar de esquivarla. La esperanza, como la "paziencia", no deben caducar jamás. Nos va la vida y la dignidad en ello. La mía, la tuya y la de todos. Dejemos de mirar hacia atrás, no nos engañemos, allí no está la paz. ¿Avanzamos juntos hacia ella? Recomencemos, hagamos camino al andar.