¿recuerdan aquella película del desarrollismo español de los 60, secuela de Historias de la radio realizada en la imborrable década anterior? Sí, un sainete sobre la incipiente televisión, que nada tiene que ver con lo que actualmente se hace en democracia, dirán.
En estos días de adaptaciones al TDT, de apagones analógicos y eclipses totales de algunas cadenas autonómicas, la televisión ha vuelto a descollar por méritos propios. Eso sí, no se fíen de todo lo que circula por ahí. Lo que la televisión digital terrestre promete, tecnológicamente hablando (alta definición, formato panorámico, interactividad?), son verdades a medias. Sólo la Televisió de Catalunya emite -y no siempre- en panorámico, mientras que, junto con Aragón TV, experimenta en fase de pruebas un canal de alta definición. El logo Full-HD (alta definición completa), ostentosamente adosado en algunas pantallas extraplanas, no vale de mucho dado que, de momento, España no lanza señal en HD. Aunque, en su descargo, vale añadir que la calidad del sonido e imagen ha mejorado. Sea como fuere, estas líneas no tratan tanto de esas innovaciones técnicas como de sus contenidos, del fenómeno televisivo como entretenimiento de masas que ahora parece reduplicarse en infinitas opciones y canales.
La programación de las televisiones generalistas, pese a que parecía que ya nadie las miraba -al menos de frente-, goza de una suerte de repunte por lo anteriormente dicho, y también por la crispación, la manipulación interesada y el espasmo que irradian sus flamantes parrillas. Las recientes noticias sobre el medio así lo corroboran: el polémico Ondas otorgado al presentador Jorge Javier Vázquez por el mérito del programa Sálvame; la agresión al periodista Hermann Terstch y el seguimiento que se hizo de este suceso en tertulias incendiarias e invectivas televisadas; la cobertura informativa sobre la crisis, el secuestro del Alakrana, los cooperantes catalanes, la huelga de hambre de Haidar, junto a la nariz de la Esteban o la nueva candidata a Eurovisión. Ejemplos, en definitiva, de lo que hoy día se cocina detrás de la pantalla.
Al hilo de esto, lo que hizo el periodista Carles Francino al negarse a dar el galardón a Jorge Javier Vázquez, en el acto de entrega de premios en el Palau de Barcelona, no deja de ser una bravata mezquina. Francino puede mostrar su desacuerdo con el premio, pero si es así, esa disconformidad debió dirigirla a quienes lo adjudicaron: Prisa, y no al galardonado que no fue espontáneamente a recogerlo. Pero, claro, ¿cómo va a morder Francino la mano que le da de comer? Aunque no es menor la pose de Vázquez a la hora de recibir el trofeo, levantando el puño como un revolucionario de papá en nombre del entretenimiento y de la libertad, como quien arenga una soflama al rescate de algún derecho civil pisoteado. ¿No les parece que, de un tiempo a esta parte, asoma un irritante hartazgo cuando se echa mano de la libertad para todo, como si al nombrarla diéramos carta de naturaleza a cualquier estupidez que se quiera pregonar, sobre todo si hay cámaras de TV delante?
Lo de Francino y Vázquez quedan en el mero anecdotario, pero lo que sí resulta bochornoso, más allá de que proliferen programas deleznables como Sálvame, es que éstos gocen -nos guste o no- de una abultada audiencia, y que además, en aras de la libertad de expresión, de la diversión más zafia o del entretenimiento más peregrino, sean merecedores de premio.
En cualquier caso, lo de Terstch resulta todavía más hiriente por cuanto ventea el lodazal de la política partidista, al lanzar cada reino de taifas sus respectivos panzers mediáticos en defensa de sus intereses (lo que coloquialmente se llama pluralidad). Lo cierto es que, hasta ahora, de la agresión a este periodista de Telemadrid se sabe poco, que se produjo a la salida de un bar de copas sobre las 6 de la mañana. Pero esos pobres mimbres han sido suficientes para pertrechar un copioso material informativo con el que enfrentar a varias cadenas de televisión (Telemadrid, La Sexta, Intereconomía, Tele 5, etcétera) propiciando los más aguerridos debates, grescas y trifulcas con los que crispar a sus respectivos feligreses (entiéndase aquí crispar como sinónimo de morbo, esto es, de incremento de la audiencia) y regocijo de los entes televisivos, que en definitiva son los que sirven el producto. En La Noria de Tele 5, programa de la noche de los sábados que nadie ve, pero que todo el mundo conoce al detalle -uno de los que se hizo eco de este debate inexistente-, cierto contertulio (nuevo en la plaza) lo expresó sin ningún pudor en un comentario hecho de soslayo: "?me han dicho que si no metes crispación no te vuelven a invitar" (al programa). No cabe duda que la frase pretendía ser una broma ocurrente sobre el fin que se persigue en este tipo de formatos, pero no se puede obviar la realidad que anida en esa apreciación: el motor que hoy día agita el gran meollo televisivo es la crispación, el esperpento, la berlusconización del medio.
La lógica que genera hoy día la TV, como vehículo de cultura de masas, lejos de renunciar al insulto, la grosería, la falsedad, incluso la vejación o el escarnio ante las cámaras, lo promueve si con ello es capaz de elevar su cota de audiencia (share) y pulverizar así a la competencia. La capitulación incondicional de la calidad ante los imperativos económicos que dictan las cadenas de TV y la industria del entretenimiento, forman parte de la mercantilización total de sus objetivos, hasta lograr un estado de estupefacción capaz de mantener al sufrido televidente pegado a la pantalla. La adaptación de la cultura a las exigencias del mercado es un proceso sin ideología en el que contribuye tanto la derecha como la izquierda, y donde todo se hace bajo los nobles principios de la democratización, la pluralidad y la libertad de elección, pero sin entrar a valorar la calidad de contenidos. Y si alguien osa hacerlo (caso del actor Gutiérrez Caba respecto al Ondas de Vázquez) es tachado de reaccionario, elitista o censor.
La visión posmoderna según la cual cada espectador es democráticamente libre de ver lo que quiera y cuanto quiera, coloca a la industria del entretenimiento en una subespecie del diseño y la publicidad, en la que, lejos de dirigirse al ciudadano, va a por el consumidor potencial, ligando el guión con las marcas comerciales y la estética con el argumento. Rescatar ahora un programa en prime-time como, por ejemplo, La clave de Balbin sería un disparate, o peor, una ruina comercial. Cualquier espacio que hoy día persiga con honestidad ciertos objetivos (59 segundos, Políticamente incorrecto, cine VO) es relegado a horarios intempestivos porque, sencillamente, carece de audiencia. Llevamos pocos días con el TDT, pero todo indica que la fiesta no ha hecho más que empezar.