ESTABAN disputando el pasado miércoles los octavos de final de la Champìons el equipo alemán Stuttgart y el rumano Unirea Urziceni, cuando en plena refriega al portero alemán Lehman le sobrevinieron unas irrefrenables ganas de orinar. Aprovechando un ataque en tromba de su equipo, alió del terreno de juego y detrás de la portería sacó el chiflo y, hala, se desahogó a toda prisa para volver bajo los palos por si vinieran los rumanos. No vinieron, y el público le premió con un aplauso la faena. Ganó el Stuttgart por 3-1. No me explico cómo el tal Lehman pudo mear sin problemas ante miles de espectadores. Se me eriza el cabello cuando recuerdo aquel viaje de vuelta de Sanfermines en La Roncalesa, con mis nueve años y no sé por qué extraña circunstancia, solo. Ya en los toboganes de la salida de la capital navarra sentí unas tremendas ganar de orinar y lamenté no haber hecho caso a mi tía Concha, que me había advertido de pasar por el baño antes de subir al autobús. Viajaba en el asiento adjunto una señora gruesa con el pelo teñido y olor a sobaquina. Según pasaban los minutos y los kilómetros, las ganar de mear eran ya tremendas, dolorosas casi, y algo me vio la vecina de asiento, o sea, oprimiéndome la pilila desesperadamente, bermeja la color y apretados los labios, que a gritos advirtió al conductor: "¡Eh, pare, pare, que este chaval se está meando!". Y yo, con el bochorno. Y el autobús paró, y salí, y saqué al aire el chiflo allá, todos mirando, y el chófer a bocinazos "¿Ya has meado, o qué?". Volví al autobús sin echar ni gota.
- Multimedia
- Servicios
- Participación