ANDA la Azoka de Durango revuelta con el invento del E-book, aparatejo que amenaza con convertirse en tiempos próximos en otro tecnotrasto que invadirá nuestras vidas como antes lo hicieron el móvil, el mp3, el mp4 -¿el mp5?- y demás parafernalia futurista. Ya sé que no parece muy políticamente correcto decir esto en estos tiempos de cumbres en Copenhague, pero es que a mí me mola el libro de toda la vida. Entiendo que puede tener su punto comprimir un montón de obras en un minichisme; confieso que en mis tiempos de estudiante, sobre todo en los de mochila al hombro, habría agradecido un invento así. Es más, mi padre lo agradecería también, porque muchos de aquellos libros de texto aún guardan polvo y espacio en el trastero de su casa. Ahora, lo del placer de leer -pero leer, leer- en una pantalla de x pulgadas no lo acabo de ver, llámenme romántica o retrógrada, a su elección. Una entró en esto de la literatura por la biblioteca paterna, con las ediciones de bolsillo de Agatha Christie desvencijadas y Dumas encuadernado en piel roja con orla dorada, con el olor a libro -¿por qué los libros de ahora ya no huelen como los de antes?- de los tomos de diseño desigual de Ramón J. Sender y Walter Scott, con el tacto del papel de los poemarios de Lorca y Machado, las páginas desgastadas de Delibes y Baroja y las líneas subrayadas de Camus y Saint-Exupéry. Así que no quiero bits, píxeles y lcd entre el libro y yo, ya perdonarán. Porque la literatura es arte y el arte es humano, y porque no es lo mismo ver Saturno devorando a sus hijos por televisión que frente a frente.
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