Vivimos con un desánimo que se ha hecho endémico. Es como si fuese ya un estado permanente que nos impide reaccionar. Oímos y vemos situaciones de mentiras e injusticias, que ya no son hechos aislados sino que se han institucionalizado. Lo mismo está pasando con los diferentes grupos en el poder, no se les ve comprometidos con lo real, ni dan contestación a los problemas concretos. Hay una divagación colectiva de grandes principios pero carentes de operatividad. Se les ve como perdidos en esa jungla en la que cada vez están primando más las demagogias. Las ideologías han perdido fuerza. Son incapaces de sustentar dicho caos. Como consecuencia, el mismo caos está creando seres aún más individualistas y con escasa o nula reacción. Acontecimientos de extrema dureza nos provocan cierta emoción puntualmente, pero volvemos a la vorágine en la que estamos atrapados. Entonces, como estrategia para liberarnos de esa angustia, echamos la culpa de todos los males a los otros (instituciones económicas o religiosas, partidos políticos...). Pero, ante este caos que es muy real y que nos afecta en lo profundo de nuestro ser dejándonos inválidos de movimientos y reacción activa y pérdida de referencias, no podemos tirar la toalla. Siempre en los momentos históricos apocalípticos han resurgido hombres que nos han ayudado a salir del atolladero. Bastaría un solo hombre que fuese capaz de hacer este caos suyo y amarlo. Sólo desde sentimientos así, de pertenencia a esta raza humana podrá salvarnos. Por supuesto, con nuestro trabajo.