LOS presupuestos de cualquier ejecutivo de una sociedad políticamente democrática y socialmente avanzada deben, en toda circunstancia, satisfacer unas funciones mínimas como son asegurar los servicios básicos que la actividad privada no garantiza; conseguir una redistribución de la renta entre los sectores de distinto nivel de riqueza, transfiriendo parte de las rentas más altas a las más bajas; y todo ello asegurando un equilibrio financiero sostenible a largo plazo. Pero, también es función de la política presupuestaria, y no la menos importante, jugar un papel regulador frente a los ciclos económicos actuando de moderador en los periodos expansivos y de incentivador en los recesivos, al tiempo de aumentar los niveles de cobertura social en estos últimos casos.
Álava, al igual que Euskadi y el resto del Estado, está sufriendo la crisis económica más grave conocida desde la Guerra Civil y la posguerra de miseria que le siguió. Primero fue el bloqueo del crédito bancario, la caída de los mercados externos y del consumo interno, la brutal caída de la producción industrial y de la inversión privada con las consecuencias sociales derivadas de todo ello, fragilización de la actividad empresarial, crisis, ERES, deslocalización, cierres de empresas, reducción de jornadas y salarios, inestabilidad laboral y finalmente paro puro y duro.
Lo más característico quizá de la actual crisis, financiera primero, económica después y finalmente social, durante el último ejercicio ha sido la brutalidad de la caída tanto en magnitud como en rapidez.
Aunque la velocidad del deterioro parece estar frenándose, después de un año de caída libre, la crisis está instalada en todos los ámbitos financieros, económicos, industriales pero principalmente sociales, para bastantes años; por mucho que determinados líderes políticos se empeñen en asegurar que lo peor ha pasado y que en primavera volverán los brotes verdes.
Semejante manera de afrontar la gravísima situación social existente y la que viene es muy irresponsable. Las perspectivas en términos sociales son muy negras para varios años. Empecemos por no hacernos trampas a nosotros mismos.
La prudencia por lo tanto debe prevalecer a la hora de afrontar la función anticíclica de los presupuestos y su papel social reforzado en tales circunstancias.
Hoy nadie puede negar que fue un error manifiesto haber desarmado la capacidad recaudatoria de la Diputación con la eliminación de impuestos (Patrimonio), reducción de tipos (sociedades), equiparación de las rentas del trabajo y capital (IRPF), eliminación de la progresividad en estas últimas, desgravaciones generales (400 euros) etc., según una política fiscal de nuevos ricos, o mejor de cigarra irresponsable; desarme fiscal que va a provocar una caída de la recaudación superior al 20% sobre lo previsto para este ejercicio.
Si este grave error se cometió en un momento de embriaguez económica en el que nadie veía o quería ver que estábamos en el umbral de una grave crisis, lo que ahora no sería admisible es que con la dura realidad actual nos empeñemos en mantener el discurso de que se pasará pronto, que es algo pasajero y que volveremos enseguida a las vacas gordas.
Esto no va a ser así. La crisis entendida como actividad económica débil, crecimiento insuficiente para generar empleo, mantenimiento de altos niveles de paro, parados de larga duración sin cobertura social y todo ello quizás agravado por un aumento de los tipos de interés es lo que vamos a tener durante dos o tres años más. En estas circunstancias, decir que lo peor ha pasado es una broma de mal gusto y lo que sería peor es creérselo a la hora de diseñar los presupuestos.
Es en este contexto de crisis profunda y mantenida a medio plazo en el que hay que encuadrar los Presupuestos de 2010 y ante tal panorama llama la atención que el proyecto presentado por la Diputación Foral tenga carencias o fallos.
No se rectifica el grueso del desarme fiscal realizado los últimos años y se continúa con el mismo modelo fiscal de IRPF, Sociedades o Patrimonio, insuficientes para la eficacia recaudatoria que permita las funciones redistributivas y anticíclicas que estos presupuestos deben jugar a lo largo de 2010.
No se aprecia un recorte drástico en los gastos corrientes no productivos y sin función social urgente, que han ido engordando durante los últimos diez años de vacas gordas y que quizá la sociedad alavesa se había permitido antes, pero que ahora no son prioritarios y deben de ser eliminados o como menos aplazados a una coyuntura económica y social más favorable, cuando los niveles de creación de riqueza y empleo se recuperen.
No se contempla la discriminación necesaria en cuanto a las prioridades en equipamiento e infraestructuras públicas, dándose por hecho que todo lo que se haga en este campo es válido, lo mismo sea las necesidades urgentes de un abastecimiento de agua que la construcción del último icono de un edificio emblemático de prestigio bajo el síndrome Guggenheim.
No se ve una apuesta valiente por la inversión en equipamientos sociales y medioambientales que pueden jugar en el siglo XXI un papel económico y social semejante al que jugó a comienzos del siglo XX la inversión en Obras Públicas.
No existe una apuesta imaginativa para incentivar vigorosamente proyectos industriales de última generación y su asociada inversión en I+D+i que propiciara el cambio de modelo productivo en campos como la energía, la automoción, la biotecnología.
No existe iniciativa agresiva y especifica nueva para combatir el fraude fiscal, algo absolutamente necesario no solamente por su incidencia en la mejora de la capacidad recaudatoria, sino también por su función ejemplarizante en unos momentos en los que delincuentes de guante blanco tipo Madoff, Gürtel o Patronato del Liceo deben ser puestos en la picota pública cuando decenas de miles de trabajadores y sus familiares están en una situación cada vez más angustiosa.
Todas esas carencias de orientación presupuestaria señaladas se pretenden enjuagar con el endeudamiento, metiendo las cuentas públicas alavesas en unos niveles que, por una parte, recortan gravemente la capacidad de endeudamiento que con toda seguridad se va a necesitar en los próximos ejercicios y, por otra, supone un grave riesgo para el caso de que los tipos de interés del dinero den un giro al alza y el servicio de la deuda suponga una grave carga para los presupuestos futuros.