CADA vez que tenemos la oportunidad de asistir a jornadas o conferencias en las que se revisan los hitos de nuestra historia constitucional nos damos cuenta de que, en el terreno del debate ideológico no hemos avanzado tanto como para mirar por encima del hombro a quienes nos precedieron.
Si en los años 40 del siglo XIX se polemizaba sobre el significado de la unidad constitucional a que aludía la Ley de 25 de octubre de 1839, y había quien, como el ministro Arrazola, la ceñía tan sólo a único monarca y Cortes mientras otros la contemplaban sólo en caso de aplicación a los vascos íntegra y sin singularidad alguna (en la que siempre veían privilegio) de todas y cada una de las disposiciones constitucionales, todavía hoy reproducimos el mismo debate en torno a si el marco de la Constitución en que deben actualizarse nuestros derechos históricos comprende sólo los principios (derechos y libertades por ejemplo) o la aplicación íntegra y sin peculiariedades de todas y cada una de las disposiciones de todos y cada uno de sus preceptos.
Ha entrado en la jerga política vasca un término, el de constitucionalista, en el que pretende englobarse a todos aquellos que en mayor o menor medida se consideran defensores de la legitimidad y vigencia de la Constitución de 1978. Si el término viene avalado por su marcada capacidad descriptiva, es muy gráfico; define por el contrario un conjunto en función de un denominador común respecto del que encontramos en él actitudes un tanto distintas, como las que se expresaban en el XIX, y que podemos intentar retratar, siquiera sea dibujando con trazo borroso sus contornos.
Es patente que este retrato viene inspirado por la actitud y conducta de los nacionalistas españoles de nuestra sociedad vasca del XXI (noción que desdeñan y que, sin embargo, alguno destacado, como Miguel Herrero de Miñón, no tiene empacho en reivindicar), pero no crean que perdería verosimilitud si le proporcionásemos un alcance más general. También podría, quién sabe, describir actitudes respecto de una hipotética constitución vasca futura o respecto de las normas actuales de las que tendría necesariamente que partir.
Hay quienes consideran, y no sólo teóricamente o como mera proclama retórica, que la norma está hecha para el ser humano y no éste para la norma, que vendría a ser un mero instrumento para favorecer la convivencia civilizada en la sociedad moderna, en la que, como en todas, hay conflicto, pero también voluntad de resolverlo democráticamente.
La Constitución sería, en este sentido, un punto de encuentro; no necesariamente una síntesis de las corrientes ideológicas mayoritarias, no una política, pero sí un cauce que las permita distintas, una autopista en la que pueden cogerse salidas a derecha e izquierda. Identificar la norma suprema con una solución determinada conlleva ligar indisolublemente el destino de ambas, si se escora demasiado hacia algún lado fallecerá cuando triunfen los del otro.
La Carta Magna, nos dicen, debe ser flexible, oscilar como el junco al compás de dónde sople el viento, pero con las raíces firmes, crecer y evolucionar con el tiempo, ofreciendo en cada ocasión una salida a cada tipo de problema. No se tratará tanto de encontrar en ella la solución cuanto fundamentos y apoyos a la que los representantes de la voluntad popular puedan acordar en cada momento. Estos constitucionalistas, en suma, proponen un determinado espíritu, no imponen una determinada letra. Así ha sido posible en sociedades tan divididas como la estadounidense, en la que todavía hoy el enconado debate principal es si se asume por la Administración pública la asistencia sanitaria universal, que la Constitución haya sobrevivido 200 años con unas pocas enmiendas o que haya sido posible que algún país europeo pueda vivir sin ella, sin que la democracia sufra sobremanera.
Hay, sin embargo, quienes perciben la norma como un instrumento de control, orientado casi exclusivamente a proporcionar seguridad. Se trata, en su óptica, de acotar el ámbito de alternativas escogibles eliminando las incertidumbres. De restringir la pluralidad a extremos manejables, limitándola, a ser posible, a variaciones no traumáticas dentro de las grandes tendencias ideológicas dominantes, cada día menos distinguibles entre sí. No estaríamos lejos (y ya reclaman algunos reformas electorales para ello) de resucitar el bipartidismo conservador-liberal de la restauración borbónica del XIX, que estas gentes elogian sin pudor, desde un discurso histórico reelaborado que olvida a dónde condujo.
La Constitución, además, desde esta perspectiva, no puede evolucionar. No debe ser interpretada de modo distinto a como lo fue la vez primera por mucho que hayan cambiado las características de la sociedad en que debe aplicarse. Piensan estos constitucionalistas que la norma se impone, que no se propone a los discrepantes como cauce de armonización de la convivencia. Quien no encuentre acomodo en ella debe ser excluido de la vida social y política (y quién sabe incluso si privado de voz y libertad) porque es la persona, y son los grupos de ellas, los que deben adaptarse imperativamente a sus prescripciones y no a la inversa. Lo importante no es pues el espíritu que pudo inspirar el texto o presidir su elaboración, nada hay más volátil y susceptible de tergiversaciones, fiat iustitia (entendida de esta manera) et pereat mundus.
Hay un abismo entre ambas concepciones. Podemos tener serias dudas en torno al número de adherentes a cada postura, pero coincidirán conmigo en que no es adecuado meterlos en el mismo saco. Porque por más que crean en constituciones distintas, dos constitucionalistas llave podrán siempre llegar a entenderse. Porque si creen en constituciones distintas, dos constitucionalistas cerrojo nunca llegarán a acuerdo distinto del de establecer el método a través del que uno se impondrá al otro. Y porque al constitucionalista llave sólo le une al constitucionalista cerrojo la esperanza de que la puerta se abra. Y entre el aire.