El nombre es uno de los elementos más importantes de la identidad de las personas. Es la forma que cada uno tiene para identificarse en las relaciones humanas. En muchos casos, los hijos reciben el nombre por tradición familiar. En otros, simplemente porque les gusta a los padres. O porque parecen eufónicos. O están de moda. Aunque existen otras motivaciones conscientes o inconscientes. Cada nombre tiene una asociación cultural inconsciente que proyecta imágenes en los demás, lo que puede influir positiva o negativamente en la personalidad de su portador. La gente reacciona al nombre de la forma que éste sugiere o en la percepción social del mismo. 

Por lo tanto, los padres no deberían registrar a sus hijos con cualquier nombre sin antes considerar todas las implicaciones que éste comporta. Pero sí, si son producto de una intensa reflexión por razones (emocionales, familiares, históricas, etc.) que los demás ignoran... Un papa se puede llamar León (XI, XII), ¿Pero un niño no? Recientemente, surgió una polémica en el Estado porque un juez (o funcionario) del Registro Civil impidió que unos padres le impusieran a su hijo el nombre de Lobo porque podía resultar ofensivo. Su argumento lo basó en un prejuicio atávico negativo (como se sabe, un prejuicio es la percepción que se tiene de algo que en el fondo se desconoce). ¿Tendría que haber cambiado su nombre el famoso escritor portugués Lobo Antunes? ¿O Jack London, el nombre del protagonista (Lobo Larsen) de una de sus más famosas novelas? ¿O quizá al juez le parecen menos ofensivos los nombres de Bárbara, Judas, Dolores o Angustias? Afortunadamente, el funcionario atendió la apelación de los padres y se impuso al niño el nombre que los progenitores querían. De cualquier modo, los padres le hubieran llamado al hijo Lobo lo quisiera o no el juez.

Los nombres de persona producen asociaciones de forma inconsciente y proyectan imágenes en los demás. Cedida

Hay, evidentemente, otros casos que sí son reprobables. En un reciente filme francés (Le prènom) se suscita, entre tres parejas que están cenando, una discusión -al estilo que Yasmina Reza nos tiene acostumbrados en sus obras Art y Un dios salvaje- en torno a la elección del nombre que uno de los presentes asignará a su futuro hijo: Adolf. A ninguno de los participantes de la reunión se le escapan las connotaciones nacionalsocialistas que comporta tal nombre y se lo reprochan sarcásticamente al futuro padre. Probablemente, también los padres que seleccionan nombres de famosos personajes históricos como Julio César, Napoleón o Maximiliano, tienen inconscientes sueños de grandeza que esperan ver realizados en sus hijos…

La influencia del nombre  

Entre otras cosas, el nombre puede suponer para una persona la diferencia entre el éxito o el fracaso en muchos ámbitos de su existencia; entre la aceptación social o el rechazo, o un hándicap en su vida emocional o sexual. Los nombres son algo más que una etiqueta identificativa. Muchas veces están asociados a significados ocultos u hostiles o también a tácitas armonías (Paz o Libertad) que ayudarán o dificultarán a los hijos en sus relaciones. Algunos nombres, al escucharlos, despiertan una respuesta positiva pero otros, en cambio, tienden a asociarse a cualidades negativas (Atila, Primitivo…), lo que puede derivar, en algunos casos extremos, incluso en conflictos emocionales para el propio portador. La primera autoridad que llamó la atención de la comunidad psiquiátrica sobre la posibilidad de una relación entre un nombre y los problemas de personalidad fue el psicólogo alemán E. Kraepelin: “Los nombres de las personas pueden influir en lo que éstas piensan de sí mismas y en lo que los demás pueden pensar de ellas”

El ego empieza a desarrollarse durante los primeros dos años de vida, cuando el niño empieza a etiquetarlo todo (incluido él mismo). De este modo, nombre e identidad se entrelazan inexorablemente y el niño empieza a desarrollar una determinada conducta. 

Se tiende a identificar su nombre con la debilidad o la fuerza (Amparo o Espartaco). Y, otros, con nombres apacibles como Bienvenido o Isabella, por ejemplo, propenderán a adoptar una personalidad blanda o suave. Y otras gracias, como Agapito o Nicanor, suscitarán constantes bromas o burlas por sus conocidos pareados (obvio es comentar el de Abundio: (en regiones castellanas: “Eres más tonto que Abundio”) O intriga, curiosidad o extrañeza los llamados Exiquio o Afrodisia.

La importancia de llamarse Ernesto… ¡ o Sigfrido!

Sin embargo, hay nombres que, por sí mismos, inspiran o connotan fuerte personalidad. Es el caso, por ejemplo, de los mitológicos Sigfrido o Virgilio, que no necesitan de su apellido para ser identificados entre sus relaciones sociales. El psicólogo A.D. Clifford lo constata: “Se puede apreciar la importancia que los nombres tienen por el hecho de que algunas personas son conocidas únicamente por su nombre”. Aunque también pueda suponer para quienes ostentan tan míticos nombres un inconveniente al transmitirles una presión por parecerse a héroes tan admirados. 

Los hijos pueden pasarlo mal al asignárseles un nombre perjudicial. Nunca les es indiferente llevar un nombre que les provoca problemas. Esos que son extraños, ambiguos, ridículos, híbridos, impronunciables (que obligan a deletrearlo cada vez que se presentan), polémicos por su origen, o incluso inventados (como el basado en los pronombres “yo”, tú”, “él”: Yotuel).

 Cuando a un niño se le asigna un nombre -dice el Dr. Robert C.Nicolay- que es motivo de mofa (como Adonis o Precioso, especialmente si no le hacen justicia), connota esnobismo (como Procopio), provoca rechazo (Caín) o confusión de identidad sexual (como Amor o Marian, que no definen sus géneros, pues pueden usarse tanto para hombres como para mujeres), el niño o adolescente se pone a la defensiva y probablemente tenga que luchar a menudo en su vida contra la decisión que sus padres tomaron sin considerar las consecuencias.

¿Un tatuaje para toda la vida?

Según la investigadora Aurora Camacho, un nombre inapropiado “perjudica la proyección de la personalidad y contribuye al daño moral en la persona frecuentemente instada a explicar su nombre y ofrecer toda una disertación de cómo se escribe, de dónde lo sacaron y quién lo inventó”. Y prolongar estas situaciones incómodas con más y más preguntas: ¿Qué significa tu nombre? ¿Te gusta a ti realmente? Elegir un nombre es como hacerle un tatuaje a alguien para toda la vida. 

En cambio, la elección de nombres más usuales como Antonio, José, Francisco, Mikel, María, Florencia, Isabel, o Paula, casi siempre indica que se trata de padres muy dispuestos a respetar la libertad de sus hijos para que éstos desarrollen su verdadera personalidad sin interferencias. 

En cualquier caso, harían bien los padres en analizar con profundidad y hasta consultar, si fuera preciso, a un especialista, acerca de la etimología y el significado del nombre que desean asignar a sus hijos, en aras de proteger su futura estabilidad emocional y preservar mejor su desarrollo integral con el fin de alcanzar una buena vida.

Reglas para elegir un nombre adecuado al recién nacido


1. No precipitarse. Se disponen de nueve meses para pensar en el nombre que se va a poner al bebé. Incluso se puede posponer la decisión hasta el momento de verle la cara. Pero, eso sí, se tienen que barajar nombres con anterioridad si se conoce de antemano su sexo.


2. Selección provisional. Hay que tener presente un buen número de reglas básicas para confeccionar una lista de posibles nombres. Entre ellas, una pauta es querer conocer cuáles son los nombres más frecuentes en cada país, bien para elegirlos o, precisamente, para desecharlo (a través del Instituto Nacional de Estadística se puede conocer este dato).


3. Nombres de moda. Una forma de hacer la selección es inspirarse en nombres que en la actualidad están de moda gracias a protagonistas de películas, series de televisión o incluso de novelas exitosas. El problema es que el nombre elegido sea frecuente entre los de la generación del niño y carezca de originalidad. Pero este conocimiento sirve, en cambio, para huir de esa tendencia, si lo que se persigue es destacarse por la originalidad del nombre.


4. Buscar la eufonía. Es importante que el nombre suene bien por sí mismo y en consonancia con el primer apellido. Para ello es preciso pronunciarlo en voz alta varias veces para convencerse de su sonoridad, para aceptarlo o rechazarlo si resulta muy corto o muy largo. O, simplemente, porque no suena bien cuando se pronuncian juntos el nombre y los apellidos. Lo ideal es que combinen bien incluso las iniciales de nombres y apellidos para evitar cacofonías o acrónimos malsonantes.


5. Tradición familiar. En muchos casos, una de las tendencias más arraigadas es que el niño o la niña se registre con los nombres que se han venido respetando en varias generaciones en padres, abuelos, etcétera. Esta costumbre puede resultar presionante para los nuevos padres, en aras de evitar que se rompa esta tradición. Pero lo que más importa es que el nombre las guste a éstos y no rompa algunas de las pautas anteriores.


6. Evita nombre extravagantes. No busques nombres extravagantes, extraños o excesivamente largos, que pueden suponer para el recién nacido una pesada mochila durante toda su vida al resultar no sólo difíciles de pronunciar, sino incluso ofensivos. Los hijos con nombres estrafalarios o difíciles de pronunciar pueden pasar mucho tiempo de su vida explicando cómo se pronuncia o cuál es su origen cuando se presentan a los demás. Al final, un nombre extravagante, puede acabar convertido en un mote o apodo mucho más fácil de recordar.


7. Consulta la legislación. Hay nombres que, por razones obvias, no están permitidos imponer a los niños. Por lo tanto, existen límites a la libertad de elegir un nombre y habrá que tenerlos en cuenta si asaltan dudas al respecto.