Todos tenemos un pasado más o menos oscuro. Yo, por ejemplo, durante unos años estuve trabajando en una agencia de publicidad. Fue una época de mi vida horrible. Me he acordado de ella cuando buscando en una tienda un producto para blanquear las juntas de las baldosas me he topado con uno llamado Baldosinín. Y también de que en medio de aquel horror lo más terrible era cuando me tocaba un naming (es decir, inventar un nombre para un producto financiero, un medicamento, una feria industrial…; no sé, por cierto, por qué razón en el mundo de la publicidad a todo se le ponía un nombre en inglés, naming, briefing, brainstorming, si luego todos los premios en los festivales se los llevaban los argentinos).
Cada vez que me tocaba inventar un nombre la cabeza me echaba humo. A pesar de lo cual salí bien parado, si me comparo con un compañero que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a bautizar una hipoteca inversa y que al final daba pena, el chaval, hablando solo en voz alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo palabros que solo él entendía, como “acetopih” (luego ya te explicaba que era hipoteca al revés).
Aquello no tenía nada que ver con Camilo José Cela en la película de La Colmena, en la que Matías Martín, el personaje al que interpretaba, también se dedicaba al naming y al que los neologismos le salían como churros. “Soy inventor de palabras. Bizcotur, dícese del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención, se la regalo”, decía.
En el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho, cuando en la agencia te tocaba un naming te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada, para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno acababa aprendiendo era que al cliente le daba lo mismo lo que tú le dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo.
Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Por ejemplo, contra un bar Manolo o un bar Las Vegas (“Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas”, canta Diego Vasallo). Un bar Las Vegas o un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a diez euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y las flatulencias y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, los castillos en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, digan que han tenido que ponerle Oxígeno y que, si no, se muere o que la empresa se hunde.
Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló “bizcotur” porque sabía que era una mierda de palabra.