Todo empezó en 1893, cuando nació la Hurtig Ruten (Ruta rápida), un barco-bus que unía por mar las principales poblaciones del norte de Noruega evitando los endemoniados caminos por tierra llenos de sinuosidades geográficas. El servicio fue creado por un veterano capitán de barco, Richard With, que decidió acabar con el problema de comunicación y transporte que sufrían las localidades ubicadas en islas y fiordos de la costa. 

Preparó un recorrido entre Trondheim, la tercera ciudad del país, con un importante desarrollo comercial y cultural, y Hammerfest, el asentamiento humano más al norte de Europa, cuna de la cultura lapona. La línea que estableció fue todo un éxito, porque, además, se hacía escala en aquellos puntos del trayecto que eran solicitados. Gracias a ella se pusieron en contacto comunidades que de otra forma lo tenían muy difícil. Ambos puntos de destino, resguardados en los respectivos fiordos en los que se encuentran, tuvieron una notoria importancia durante la II Guerra Mundial. 

Un recipiente con flatbroed, similares a los talos.

Un recipiente con flatbroed, similares a los talos.

VELKOMMEN!

Tenga en cuenta esta palabra, porque será la primera que oirá cuando vaya a una granja o a cualquier café que encuentre en su ruta por los pueblos noruegos. A este bienvenido –su significado– le seguirá un trato amable de llamar la atención. Le invitarán a probar los flatbroed, unas rebanadas de pan que le recordarán a nuestro talo, cubiertas de una infinita variedad de aderezos, cuando no a quedarse unos días. Acepte y me lo agradecerá. Tenga en cuenta que en Noruega los horarios y contenidos de las comidas no corresponden con las nuestras. Los desayunos suelen ser copiosos y de gran variedad. Confieso mi debilidad por los arenques en vinagre o ahumados. A mediodía se toma un refrigerio del tipo sopa de pescado –la tradicional fiskesuppe–, a base principalmente de nata, verduras y trozos de pescado. El almuerzo abundante llega sobre las seis de la tarde. 

Cinco años después del inicio, la ruta se amplió por el sur hasta Bergen y diez más tarde por el septentrión, sobrepasando el Cabo Norte, hasta las islas Kirkenes, a un paso de la frontera con Rusia. Era evidente que With había acertado en su proyecto inicial, máxime cuando surgió en Europa la fiebre de conocer mundo mediante viajes a lugares desconocidos. Había nacido el turismo.

Cabañas de colores en el fiordo de Fana.

Los fiordos noruegos se dieron a conocer internacionalmente gracias a aquel barco-bus que cumplía una importante labor de comunicación interurbana. En la década de los años 1920 los aventureros llegaron de esta manera a las islas Lofoten y Vesteralen, donde los pescadores les miraban con cierta extrañeza.

Aquel servicio fue creciendo y las necesidades cada vez se hicieron más apremiantes. En 1925, el Hurtgruten ya se había convertido en un barco adecuado para los turistas, con camarotes con baño, ventilación… Y miradores para poder disfrutar del gran milagro de la naturaleza y que los nativos tenían como paisaje de cada día. Eran los fiordos.

Bergen

Lo primero que ves en Bergen cuando sales del aeropuerto es una colina recortada que permite la existencia del parking. En la sección practicada se lee con grandes caracteres: Bergen? Así, con interrogación. Forma parte del conjunto de la obra de quien proyectó el conjunto. “Es la pregunta que los habitantes hacemos a los visitantes. ¿Qué esperáis de nuestra ciudad y qué habéis encontrado en ella?”, me dice mi amigo Lasse.

A Bergen se le conoce como la puerta de los fiordos, el lugar ideal para conocer estas formaciones tan caprichosas cuyos orígenes se remontan a hace millones de años, cuando los valles glaciares dejaron paso a un contorno costero que pasa por ser uno de los atractivos más caprichosos que la naturaleza ha proporcionado a esta zona de Escandinavia. Sus recovecos sirvieron de refugio tanto a los vikingos en su tiempo como a los barcos de guerra en la última confrontación mundial. El silencio que se guarda entre sus alturas solo es roto por las muestras de admiración de los turistas.

Hjorundfjord, próximo a Alesund.

Todas las mañanas hay gran concurrencia en el Frieleneskaien, casi al pie del Puddenfjordsbroen, al sur del casco urbano de Bergen. Lo primero que me llama la atención es que aquí también se emplee el término kai para designar un muelle, como en euskera, y lo segundo que la mayor parte de las embarcaciones miran en la misma dirección, al Puddefjorden; es decir, hacia el océano tras sortear un sinfín de islas, islotes y penínsulas. 

Muchos de estos barcos, y el Hurtigruten entre ellos, dispuestos a emprender ruta hacia el norte, surcando fiordos para deleite de la mayor parte de sus pasajeros. No en vano la palabra Noruega significa Camino del Norte.

No es el único punto de partida. Hay distintas sendas cubiertas por ferrys que, sin los lujos de los hoteles flotantes, hacen recorridos más cortos, pero también demostrativos del milagro natural que suponen los fiordos. Al sur de Bergen se encuentra el pueblo de Klokkarvik, de cuyo puerto parten ferry-buses que te llevan hasta la costa del Atlántico.

Klokkavick, punto de partida de varios ferry-buses.

Monto con mis amigos Lasse y Tapu en el Hjellestad y con puntualidad noruega hace su salida internándose entre todo un enjambre de islas que mantienen el encanto de la naturaleza viva y, sobre todo, extremadamente cuidada. Tal vez algunas estén poco pobladas, pero eso es un plus a la calidad de vida que se respira. Observo, no obstante, la presencia de un bunker, resto de la II Guerra Mundial, que me hace pensar en el interés estratégico del lugar.

La seducción de las rías

¿Qué tienen los fiordos para que su poder de seducción sea tan grande? Tal vez el espejo de unas aguas que penetran en tierra, silenciosas y profundas, acogiendo cientos de puertos al amparo de bosques en montañas que guardan a los dioses sagrados. En realidad, hay variaciones infinitas: unos se deslizan entre peñascos que les sirven de vallas; otros se escurren por numerosos cauces; otros corren como el remanso de un río entre las praderas…

Todos ellos tienen una característica común: casi nunca se hielan. La corriente del Golfo de México deja buena cantidad de agua templada en el mar de Noruega y los fiordos, que se internan muy adentro, hacen el papel de bolsas de agua tibia para calentar los pies de las montañas. “Es el legado de Odín”, dicen no sin cierta sorna en el Glesvaer Kafe, de Telavaeg, donde paramos a tomar el tentempié de mediodía.

Una bonita vista desde la ventana del Glesvaer Kafe, en Telavaeg.

Una bonita vista desde la ventana del Glesvaer Kafe, en Telavaeg.

Entre sorbo y sorbo de café extendemos un mapa de la zona donde nos encontramos. “Si el litoral de Noruega pudiera estirarse se ceñiría con él medio mundo alrededor de la línea ecuatorial”, apunta Lasse. Gracias a esta lectura me doy cuenta de cuán largo y tortuoso es este laberinto donde se dan cita las montañas de cimas nevadas con el brillante mar azul. Es difícil encontrar en el mundo otro lugar de hermosura tan agreste. 

Con sus 200 kilómetros de longitud, el Sognefjord, al norte de Bergen, es el fiordo más largo del país. Sus principales atractivos son el glaciar Briksdal, la entrada del Parque Nacional de Jotunheimen, con más de 60 glaciares, y toda una serie de bellos valles con lagos y cascadas junto a las pintorescas poblaciones de Flam, Vangsnes, Balestrand, Fjaerland, Sogndal y Nigarsbreen. Todo un regalo para la vista, como también lo es la multitud de islas, no todas habitadas de su bocana. Las conocen muy bien las manadas de pájaros marinos que anidan en ellas y los pescadores que van a arrebatarles los arenques que en primavera y otoño se dan cita en aquellas aguas. “Todo noruego lleva dentro de sí a un pescador reconocido”, matiza Lasse.

Otro tanto ocurre en el fiordo más cercano a Bergen, el Hardanger, al sur, el mejor punto de partida para vivir un inolvidable idilio con la naturaleza, según se dice en la ciudad. En realidad, hay centenares de fiordos, grandes y pequeños que serpentean tierra adentro, abriéndose paso entre montañas, algunas de ellas de 2.000 metros de altura y con profundidades marinas de 1.300 metros.

La joya de la corona

Nordhordland es una de las zonas del país más frecuentada por esos enormes hoteles flotantes que son los cruceros turísticos, no en vano Bergen es el puerto europeo donde recalan más navíos de este estilo. “Aquí se dan cita miles de personas de todo el mundo con una ilusión común: comprobar si a los fiordos les corresponde esa belleza mítica compuesta por esas escarpadas montañas, cascadas de agua cristalina, granjas idílicas y pequeñas aldeas que han rodeado a los relatos protagonizados por la civilización vikinga”, asegura mi compañero noruego. 

Fiskesuppe o sopa de pescado.

Desde lo alto, en paredes casi verticales, caen corrientes fluviales que forman bellísimas cascadas. En inverosímiles terrazas e inexpugnables balcones naturales se llegaron a fundar aldeas, algunas de las cuales aparecen en los viejos relatos escandinavos en los que la mitología nos habla de Odín, Thor, Freyr, Freya y Niord, las deidades más conocidas y donde mejor se conservó un alfabeto muy singular, el de las runas, compuesto por veinticuatro letras que se tallaban en piedra, madera y hueso a falta de pergamino.

“Las granjas se mantenían sobre asentamientos inverosímiles a los que sólo los nativos sabían acceder. La estancia en ellas no era cosa fácil, ya que los padres se veían obligados a atar a sus hijos y a los animales a los árboles para que no perdieran equilibrio y se precipitaran al vacío. Eran lugares inaccesibles en caso de guerra y hasta para los recaudadores de impuestos que desistían de efectuar los cobros”.

No siempre hubo esta paz en los fiordos noruegos. Durante la II Guerra Mundial algunos de ellos fueron escenario de violentas acciones bélicas como consecuencia de su utilización como escondites ideales por parte de buques nazis. La más espectacular de ellas fue la protagonizada por el acorazado Tirpitz, joya de la marina alemana de características técnicas muy similares a las del Bismarck. 

Utilizaba para ocultarse el Altenfjord, en el extremo norte de Noruega, pero, descubierto el escondrijo, la nave utilizó como refugio otro fiordo próximo a Oslo. De poco le valió porque el 12 de noviembre de 1944 la gloria de la marina de guerra alemana fue hundida en un bombardeo de la RAF que acabó también con las vidas de sus 1.200 tripulantes.