usia no puede ser comprendida con la razón, ni medida con una regla común. Tiene su propia configuración: solo se puede creer en Rusia”, escribió el poeta Tiuchev. Los últimos acontecimientos en Ucrania parecen dar la razón al poeta, ya que medio mundo asiste asombrado a una nueva guerra en Europa. Quizás la respuesta no esté en el alma rusa que describe Tiuchev, sino en el hombre que ha marcado el destino de Rusia los últimos 20 años, Vladímir Putin. Un líder cuyas trayectorias, la personal y la política, son el reflejo de las últimas décadas de la historia rusa, pero también de una futura Rusia dispuesta a condicionar de nuevo el orden internacional.
“Quien no lamenta el colapso de la URSS no tiene corazón. Y quien quiere verla restituida a su antigua forma no tiene cerebro”, dijo una vez Vladímir Putin. Ya desde sus orígenes la vida de Putin ha venido marcada por la herencia soviética. Nacido en la entonces Leningrado (actual San Petersburgo) en 1952, el joven Vladímir creció escuchando los relatos del cruel asedio que sufrió la ciudad durante casi tres años por los nazis y por las grandes hazañas del ejército rojo en la Gran Guerra Patriótica.
Como explica Lee Myers en su biografía, fue uno de los relatos de espionaje sobre aquella guerra, El escudo y la espada, llevada al cine en 1968, la que hizo que un joven Putin tomase la decisión de convertirse en un espía del KGB. Al intentar informarse de cómo acceder al KGB, un funcionario le recomendó que estudiase Derecho para facilitar su futuro ingreso. Tras completar sus estudios de Derecho, en 1975 lograba su sueño, formar parte de la central de espionaje soviético.
Tras años vigilando extranjeros y disidentes, en 1985 logró su primer destino internacional, Alemania del Este. En aquella época, la Alemania comunista era vista como la mayor potencia entre los países de la Europa oriental. Destinado en Dresde, conoció de cerca el funcionamiento de la Stasi, la temida policía política de la RDA. Pero ni siquiera la brutal Stasi fue capaz de parar el vendaval que estaba azotando al Este de Europa en aquel momento.
En 1985 una nueva generación de líderes subió al poder en la URSS. Su líder, Mijaíl Gorbachov, daba inicio a un conjunto de reformas democráticas y económicas, conocidas como Perestroika, para modernizar el autoritario sistema político soviético y liberalizar la rígida economía planificada comunista. El objetivo no era otro que salvar el sistema soviético del caos económico en el que se encontraba. Pero aquellos cambios no llevaron a la vieja URSS al destino deseado por sus líderes; al contrario, propiciaron su hundimiento.
Putin fue testigo del efecto de aquellos cambios en la RDA. A pesar de que las autoridades de Alemania del Este se negaron a llevar adelante las reformas de Gorbachov, temiéndose lo que podía ocurrir, los ciudadanos se dieron cuenta de que los nuevos vientos estaban de su parte. En 1988 arrancó un movimiento cívico de protesta, ante el que las autoridades alemanas fueron incapaces de hacer nada. Esta vez, los soviéticos no hicieron nada para ayudar a sus camaradas alemanes y los tanques soviéticos no acudieron a salvar a los comunistas del Este.
La RDA se vino abajo delante de los ojos de Putin. Después caerían el resto de los regímenes comunistas de más allá del telón de acero, para terminar con la propia URSS, cuyos nuevos líderes optaron por dejar que el viejo imperio se desintegrase en 15 nuevos estados independientes. La URSS había fallecido. La mayor catástrofe política del siglo XX diría Putin años después. Llegaba la era Yeltsin, un momento de esperanza para que Rusia obtuviese la libertad y la riqueza de los países de occidente. Pero el sueño no se hizo realidad.
Las terapias de choque para introducir la economía de mercado fracasaron estrepitosamente en la Rusia posoviética. Gran parte de sus ciudadanos terminaron en la extrema pobreza. La riqueza del Estado fue repartida entre líderes del antiguo régimen dando lugar a la nueva clase de los oligarcas. La corrupción y la criminalidad campaban a sus anchas, mientras los chechenos humillaban al ejército ruso en Grozni. Y un Boris Yeltsin cada vez más deteriorado personificaba el caos de una Rusia que era incapaz de encontrar su camino.
Aquel caos lo vivió Putin en primera línea. Tras su vuelta de la RDA, entró en la nueva política formando parte del equipo del alcalde de Leningrado. Durante aquellos años, se forjó su fama de eficiente y leal a sus superiores, virtudes que le dieron su gran oportunidad, el ser primer ministro de un Boris Yeltsin que ya empezaba a buscar un sustituto que le garantizase una jubilación tranquila. Putin fue el elegido. El 31 de diciembre de 1999 Yeltsin renunciaba a la presidencia. Comenzaba el reinado de Putin.
Durante 20 años Putin ha dirigido el país a través de una democracia dirigida, en la que, a pesar de poseer instituciones con una arquitectura democrática, el funcionamiento del país se hace de manera autoritaria. El gobierno controla los medios de comunicación, la economía y el manejo de los recursos del país, y controla también a la oposición, reprimiendo cualquier disidencia. Rusia es un país dirigido en todos sus niveles por el círculo íntimo del presidente, en el que las libertades democráticas cada vez son más limitadas.
En la Rusia de Putin, este sistema autoritario ya no está justificado por el comunismo. En su lugar, Putin ha adoptado un nacionalismo tradicional de carácter conservador, en el que los valores del antiguo imperio ruso, la Iglesia ortodoxa y la visión de Occidente como decadente forman el eje de la nueva Rusia. Occidente se entiende como la antagonista histórica de Rusia, engañada, tras el fin de la URSS, por las promesas hechas por Estados Unidos y el mundo libre.
Pero esta visión beligerante hacia Occidente no fue siempre así. El 11 de septiembre de 2001, Putin fue uno de los primeros líderes en ofrecer su ayuda a George W. Bush. Ambos presidentes fueron labrando una amistad que poco a poco fue enfriándose. Para algunos autores, la invasión de Irak y el proyecto de escudo antimisiles en los países del Este significó el punto de no retorno en la relación de Putin con las democracias liberales. La visión conciliadora respecto a los Estados Unidos y al mundo occidental había cambiado radicalmente.
En febrero de 2007, en la conferencia anual de seguridad de Múnich, Putin lanzó un discurso donde explicaba su nueva postura respecto a los Estados Unidos y el mundo occidental. En él resaltó que, tras el fin de la URSS y la guerra fría, en el mundo solo existía un poder, pero ese poder sembraba el caos y el desorden. La utilización unilateral de la fuerza militar por parte de los norteamericanos estaba sembrando la guerra y la muerte a lo largo y ancho de todo el mundo. El líder ruso no olvidó citar la ampliación de la OTAN en la Europa del Este entre los agravios sufridos por su país. Aquel día marcó un antes y después en la relación con Occidente. El secretario de Defensa de los Estados Unidos, Robert Gates le respondió con una frase que expresaba también un deseo: una guerra fría fue suficiente. A partir de aquel momento, Putin rescató para la memoria colectiva de los rusos el papel de la URSS como gran potencia militar temida por Occidente.
Dejando al lado la cuestión ideológica, Putin subraya el papel de fuerza militar y de superpotencia de la Unión Soviética que en su día marcó el rumbo geopolítico del mundo en su confrontación con los Estados Unidos. Un imperio fuerte y temido, que se hundió en 1991 y que, según Putin, dejó a los rusos en manos de Occidente.
La guerra en Ucrania se revela como la constatación del papel que desea el presidente ruso para su país en el futuro. Una Rusia que, al igual que la URSS durante la guerra fría, sea capaz de tener en vilo al mundo ante sus amenazas y fuerte como para enviar sus tanques sobre otro país soberano si sus intereses lo pidieran, llegando incluso a utilizar la amenaza nuclear en su retórica belicista. Todo un retorno a la guerra fría, en la que Rusia volvería a ser actor principal en la que marcaría los tiempos y las reglas en el panorama geopolítico internacional. Una nueva versión de una época oscura y pasada que nos parecía ya olvidada.
El reinado de Vladímir Putin parece haber querido superar los dos grandes traumas de la historia reciente de Rusia, el fin de la URSS y la fallida transición a una democracia liberal de la era Yeltsin. Su régimen autoritario parece haber dado respuesta a la fallida transición democrática posterior a la caída del régimen comunista. La guerra en Ucrania parece haber dado respuesta a la nostalgia del presidente ruso por el poder de la URSS en el escenario internacional. Putin ha sido capaz de fagocitar la herencia de la Rusia zarista junto al pasado soviético, para hacer renacer un nuevo Imperio ruso sobre las cenizas de Ucrania. Un imperio fundado por la guerra tiene que sostenerse por la guerra dijo Montesquieu. Esperemos que el filósofo francés no acierte esta vez...
Rusia es un país dirigido por el círculo íntimo del presidente, en el que las libertades democráticas cada vez son más limitadas
El reinado de Putin parece haber querido superar dos grandes traumas, el fin de la URSS y la fallida transición a una democracia liberal