ncluso dentro del inestable mundo árabe, la animosidad surgida últimamente entre Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos resulta sorprendente. Parodiando el dicho popular de que “riñen los amantes y se quieren más que antes” se podría decir de este nuevo antagonismo que “riñen los vecinos y se odian más que antes”.
Porque las buenas relaciones entre estos dos estados llegaron a un grado inusitado de armonía al erigirse en hombre fuere del reino saudí el príncipe heredero, Salman bin Abdulaziz. Este sintonizó de tal manera la política exterior de su país (y en buena parte, también la interior) con la de los Emiratos hasta el extremo de que pareciera el alumno aventajado del jeque Jalifa bin Zayed al Nahayan, presidente electo de los Emiratos.
Posiblemente Salman se inspirase en la ecléctica -y sumamente conservadora- política de Zayed, pero las necesidades e intereses de los dos países divergieron muy pronto. Y si bien la causa más dramática del distanciamiento entre Riad y Abu Dabi ha sido la desastrosa intervención saudí y sus aliados en el Yemen, la verdad es que el distanciamiento era inevitable. Inevitable por la enorme diferencia que hay entre las dos naciones.
Arabia es un gran territorio -22.500 kilómetros cuadrados- con 36 millones de habitantes, un PIB per cápita de 56.000 dólares y una economía basada casi exclusivamente en los yacimientos de hidrocarburos. La población es muy joven y la oferta laboral, nimia. La paz social se basa en la generosidad estatal y un islamismo riguroso e intransigente, políticamente comprometida con los Saud desde que estos conquistaron el poder a comienzo del siglo pasado...
Los Emiratos -siete en número y confederados, aunque el presidente electo haya sido siempre el jeque del mayor de ellos, Abu Dabi- solo tienen una superficie de 83.600 kilómetros cuadrados, con 10 millones de habitantes que disponen de un PIB de 68.700 $ y una economía que se está alejando cada vez más de la petroquímica, sin haber podido -ni de lejos- igualar los ingresos producidos por el oro negro.
Y ha sido justamente el petróleo quien ha evidenciado recientemente el antagonismo hostil que impera entre Riad y Abu Dabi. En la reciente reunión de la OPEC a fin de fijar una política comercial común para el sector de los hidrocarburos, Arabia Saudí y Rusia abogaban por una reducción de las extracciones para mantener el precio del crudo y, los Emiratos encabezaban la opción contraria. Al final, no hubo acuerdo y cada país productor hace actualmente lo que mejor le parece.
Pero las discrepancias van tanto por la economía como por la política. Arabia cuenta con una creciente oposición -principalmente, a causa de la falta de mercados laborales- y se anda con pies de plomo a la hora de hacer cambios. En los Emiratos no tienen ese problema y así han establecido relaciones diplomáticas con Israel, en tanto que Arabia, que lideró la aproximación islámica al Estado judío, se ha abstenido de hacerlo.
En el terreno económico las discrepancias han llegado a ser literalmente antagónicas. Ambos Estados buscan con ahínco inversiones y empresas extranjeros para dar solidez a sus estructuras económicas. Es una competencia implacable por el mismo mercado.
Así, Riad ha decretado que a partir del 2024 el Estado no hará negocios más que con empresas que tengan su sede o una filial en Arabia. Eso significa que la mayor parte de las empresas foráneas que tenían sus sedes en los Emiratos por razones fiscales y logísticas se trasladarán a Arabia, un mercado el doble de grande. También ha suspendido Riad los vuelos a los Emiratos; medida que fue pagada con la misma moneda por Abu Dabi. Oficialmente, por causa de la pandemia; en realidad, porque el reino saudita prepara una oferta aérea de amplio abasto tanto en rutas como tarifas. El presupuesto inicial es de 133.000 millones de dólares y constituye un reto a muerte para el puñado de compañías aéreas de esa zona.
Naturalmente, no hay que olvidar que en la política del Oriente Medio la egolatría de los dirigentes ha desempeñado siempre un papel más que importante. Y las ambiciosas reformas emprendidas por el príncipe heredero saudí implican que este será en un futuro inmediato la figura clave del mundo sunnita, algo incompatible con el papel de eminencia gris de este mismo mundo que ha venido desempeñando Jalifa bin Zayed.