a reciente explosión que arrasó buena parte de Beirut pudo haber sido un accidente o un sabotaje, pero en cualquier caso ha sido un horrendo epitafio para un Estado que no ha existido nunca.
Oficialmente, sí que ha figurado en los mapas y los documentos diplomáticos un país denominado Líbano, pero esa entidad política surgida en 1943 del colonialismo (protectorado francés tras el hundimiento del sultanato otomán) no llegó jamás a ser una auténtica nación. En su territorio convivían casi sin más vínculo que el tráfico comercial muchas religiones -cristianos maronitas, católicos, coptos y ortodoxos; musulmanes sunitas y chiitas, drusos, etc.-, muchas etnias, tres idiomas (árabe libanés, árabe clásico y francés) y ninguna conciencia de pertenecer todos y cada uno al mismo país.
Como no podía ser menos, ese castillo de naipes político sobrevivió a trancas y barrancas un sinfín de crisis y guerrillas ante todo a causa de la Alianza Atlántica y el dinero. Es decir, por el empeño de las potencias occidentales de tener en el Oriente Próximo una hipotética “nación afín” y porque el empuje mercantil de los moradores del Líbano -quizá el único rasgo realmente común de todos los libaneses- había creado una burbuja de bienestar en ese rincón del mundo.
Pero debajo del manto político imperaba un enorme vacío : ni existía en el Líbano un poder militar o policial real, ni había un programa sociopolítico consensuado por una mayoría. Y en ese vacío no tardaron en irrumpir los problemas más agudos y emponzoñados del Oriente Medio : Palestina y el mesianismo chiíta de los iraníes.
El primer impacto destructor del Líbano lo dio el problema palestino. Fue en 1970, cuando los guerrilleros (y sus familias) de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) fueron echados de Jordania y erigieron en el Líbano sus bases. La irrupción palestina rompía el frágil equilibrio étnico y social y surgió de seguida una guerra civil azuzada y agravada por Israel.
Apenas mal cicatrizado el país de esa confrontación, el vació de poder determinó que a falta del bienestar comercial de otrora, la República Libanesa encontrase en las subvenciones iraníes a Hizbolá (la guerrilla chiíta anti Israel), una subvenciones que hoy en día vienen a ser un triste sucedáneo de la seguridad social…
Si a todos estos antecedentes se añade la sorprendente deflagración de casi 3.000 tn de explosivos que llevaban cuatro años largos almacenados en el puerto beirutí, es legítimo dudar de que la explosión fuera accidental. Tanto más, si se tiene en cuenta que un fotógrafo captó “casualmente” el momento de la explosión y que las protestas populares surgieran de inmediato -como si ya estuvieran preparadas-, fueran masivas y reforzadas con gente venida de las naciones vecinas.
Todo esto induce a pensar que más que un accidente, la explosión fue la estocada política final a un régimen -el del catedrático universitario Hassan Diab- instaurado en febrero de este año y que no satisfacía a nadie e irritaba mucho (por sus tolerancia con Hizbolá) a las potencias sunitas del Oriente Medio.