as protestas contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, por la crisis económica y sus casos de corrupción, han generado enfrentamientos en las calles entre sus detractores y extremistas de ultraderecha que lo defienden, acrecentando el clima de polarización social que tan malos recuerdos trae en el país.
En Israel es habitual que protestas de un grupo con una marcada orientación política estén acompañadas de otra con opiniones opuestas. Suelen llamarse traidores unos a otros, insultarse y provocarse a través de los límites del cordón policial que los separa, que generalmente suele evitar enfrentamientos violentos.
Esta dinámica resume, de alguna manera, la tensión social existente en el Estado desde hace décadas, que, con contadas y memorables excepciones, no suele terminar en violencia física. Derechistas contra izquierdistas, religiosos contra seculares, grupos a favor o en contra de tal o cual causa o líder, los ejemplos sobran, la tensión se acumula y se descarga verbalmente, cara a cara o, últimamente, a través de las redes sociales.
Sin embargo, el jueves de la semana pasada, durante una de las casi diarias protestas contra Netanyahu, activistas de ultraderecha, en su mayoría de La Familia, una facción de hinchas violentos y ultraderechistas del equipo de fútbol Beitar Jerusalén, salieron a recorrer las calles de la Ciudad Santa en busca de manifestantes, y golpearon e insultaron a varios. Desde el Gobierno, silencio absoluto.
El sábado, día en el que tienen lugar las protestas más numerosas, los incidentes aumentaron: un hombre fue apuñalado en el sur en un enfrentamiento con activistas de derechas, arrojaron a un padre y un hijo gas pimienta desde un automóvil en la ciudad de Ramat Gan y numerosos manifestantes fueron golpeados en las calles de Jerusalén, uno de ellos por no responder a la pregunta: “¿A favor de Bibi o en contra de Bibi?”, apodo del primer ministro.
Esa misma noche, Netanyahu había descrito a los manifestantes en su contra como “izquierdistas” y “anarquistas”. Al día siguiente, otra vez silencio, mientras políticos del centro y la izquierda ya reclamaban “democracia”, “libertad de expresión”, “derecho a protestar”. El pasado martes, la violencia se trasladó a Tel Aviv: otro grupo de ultras agresivos se infiltró en una protesta contra el ministro de Seguridad Pública, Amir Ohana, y se enfrentó a los manifestantes. Múltiples peleas, a puño limpio, con botellas y palos de madera, motivadas por ideología, en el corazón de la ciudad. La policía tardó en intervenir, aunque hubo varias detenciones y al menos cinco heridos.
Entonces sí, la catarata de reacciones no se hizo esperar y el primer ministro se refirió a los incidentes: “No hay lugar para la violencia, por ningún motivo”, dijo en un mensaje a través de su cuenta de Facebook. Un texto que también aprovechó para denunciar lo que considera incitación contra su persona.
Yair Lapid, jefe de la oposición, subió el tono, acusándolo de tener “sangre en las manos”, y dijo que la forma en que había descrito a quienes se manifestaban contra él era “incitación” que “está conduciendo a Israel a una guerra civil”.
Ese mismo día, el presidente, Reuvén Rivlin, considerado por muchos como la voz de la cordura de la derecha israelí, fue tajante y advirtió, en referencia a los incidentes violentos: “La muerte de un manifestante que acude a una protesta en Israel, o el asesinato de un primer ministro israelí, no son escenarios inimaginables”, recordando a los ciudadanos el asesinato en 1995 del primer ministro Isaac Rabin por un ultraderechista opuesto al proceso de paz con los palestinos.
En su columna en el periódico Yediot Aharonot, el analista Nahum Barnea reconoció su preocupación y recordó el asesinato de un manifestante contra la guerra en Líbano en 1983, producto del lanzamiento de una granada por parte de Yona Avrushmi, un activista de derechas. “A veces la historia se repite. No estoy preocupado por otro Yigal Amir (extremista que asesinó a Rabin), estoy preocupado por otro Avrushmi, y estamos al borde”, escribió.
Tras una nueva protesta este último jueves, con los grupos pro y anti-Netanyahu separados por policías en distintas partes de Jerusalén, y con los ánimos inflamados tras nuevas denuncias del primer ministro el viernes por lo que considera incitación en su contra, la manifestación de esta noche será el termómetro que permita medir la temperatura de la sociedad israelí, que está en aumento y con un pronóstico poco alentador.
Los tres casos. El fiscal general israelí Avichai Mandelblit anunció en febrero pasado su intención de acusar a Netanyahu en relación con tres casos de corrupción conocidos como caso 1.000, caso 2.000 y caso 4.000. En el primero, el presidente se enfrenta a una acusación por recibir regalos de gran valor a cambio de favores a un amigo rico, aunque ambos aseguran que todo fue legal y que se trataba de simples muestras de amistad. En el segundo y en el tercero, la imputación se debe a supuestos sobornos, además de fraude y abuso de confianza, a editores de prensa y web a cambio de posicionamientos favorables a sus políticas.