aqueta. Faraónica. Dos de los muchos calificativos de Brasilia, una ciudad construida desde la primera piedra para ser capital y que cumple 60 años como un gran museo a cielo abierto de la obra del arquitecto modernista Óscar Niemeyer.
La actual capital de Brasil fue erguida en un paraje desértico de la zona central de un país de dimensiones continentales, donde apenas había un cruce de caminos de tierra roja que, según historiadores, sólo era un lugar de tránsito para unos pocos comerciantes y bandoleros que les asaltaban.
La ciudad que desde el 21 de abril de 1960 sustituyó a Río de Janeiro como capital de Brasil fue construida de la nada a partir de un “sueño” del entonces presidente Juscelino Kubitschek.
Guiado por el desarrollismo de los años 50, Kubitschek quería la capital en un lugar que sirviera como polo de industrialización del abandonado centro y noreste del país. Como no halló la ciudad ideal, decidió inventarla.
Recorrió el país en avión buscando sitio para la faraónica obra y lo encontró en medio de la desolación del planalto (meseta) central, a 1.200 kilómetros al norte de Río de Janeiro y otros 1.200 metros sobre el nivel del mar.
“Será allí”, dijo, según biógrafos, y señaló desde el aire donde surgiría la ciudad que integraría a un país definido en su himno como “impávido coloso”, que tiene 8,5 millones de kilómetros cuadrados (casi como la extensión de Europa) y concentra su desarrollo en la franja costera desde los albores de la independencia.
Para una obra de tales dimensiones fue convocado un concurso nacional, ganado por dos de los mejores arquitectos de la época: Lucio Costa y Óscar Niemeyer.
El primero era un reputado urbanista y el segundo un reconocido pupilo de Le Corbusier. Ambos, fervientes comunistas.
Kubitschek bautizó la futura ciudad como Brasilia, nombre ideado por José Bonifacio, consejero del emperador Pedro I en el siglo XIX, quien ya imaginaba una nueva capital.
Las obras comenzaron en 1956 y el 21 de abril de 1960 fueron instalados en Brasilia los tres poderes de la República. Tenía entonces 64.000 habitantes, en su mayoría obreros llegados desde el empobrecido noreste de Brasil. El resto, eran políticos y empleados públicos.
“Brasilia está construida en la línea del horizonte. Brasilia es artificial. Tanto como debió ser el mundo cuando fue creado”, dijo la escritora Clarice Lispector en 1970.
Hoy esa ciudad “artificial” tiene en torno a tres millones de habitantes y es la cuarta más poblada del país, detrás de Sao Paulo, Río de Janeiro y Salvador y las mismas desigualdades, aunque menos visibles.
Es una ciudad sin esquinas y en la que poco se camina, aunque tiene 120 metros cuadrados de jardines por persona, cuatro veces más de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Brasilia tiene tantos detractores como defensores. Los últimos son sobre todo los nacidos allí, que no cambian por nada la calma casi bucólica de una ciudad con la calidad de vida más alta, los más bajos índices de inseguridad y la mayor renta per cápita de Brasil.
Brasilia es una colosal exposición al aire libre de la obra de Niemeyer, fallecido en 2012 a los 104 años y quien creó un consejo de arquitectos que debe ser consultado a la hora de mover una piedra en esa ciudad declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en 1987.
Regados por Brasilia están los mejores proyectos de Niemeyer, que allí también dio rienda suelta a su pensamiento político.
Uno es el mausoleo que guarda los restos de Kubitschek, una gran pirámide truncada en la que el arquitecto stalinista plantó una alegoría de la hoz y el martillo de veinte metros de altura. Otro es la Catedral, semejante a un volcán en erupción y situada en medio de los poderes públicos, pero con unos cuantos metros menos de altura.
Dicen que el ateo Niemeyer simbolizó así el predominio del Estado sobre la iglesia y que, en un pícaro truco de diseño, hizo que el largo pasillo que lleva a la nave principal del templo sea un plano descendente, que obliga a los fieles a entrar mirando hacia abajo, al contrario de las grandes catedrales góticas.
El palacio presidencial, la Corte Suprema de Justicia y la sede del Parlamento fueron concentradas en la Plaza de los Tres Poderes, pero con el edificio legislativo en el centro, pues en la concepción del arquitecto era “la más genuina representación del pueblo”.
Los orígenes. La época de sequía que sufre la ciudad entre los meses de abril y octubre llevó a los proyectistas de Brasilia a crear humedad donde no la había. Para ello se desviaron dos ríos y se “inventó” el lago Paranoá, con 42 kilómetros cuadrados. La inundación costó al menos un campamento de obreros, llamado Vila Amaury, en el que vivían unas 16.000 personas. Así nació una verdadera Atlántida, registrada por el fotógrafo y submarinista Beto Barata en el libro Brasilia Sumergida. La inundación no dejó víctimas, pero en las obras de la capital, sin apenas seguridad laboral, sí hubo muertes, aunque la historia oficial las omite.