a Mongolia -millón y medio de kilómetros cuadrados- la conoce todo el mundo por las conquistas de Gengis Khan en la Edad Media y, bajo muchos aspectos, los mongoles parecen seguir viviendo en la Edad Media. Medio país malvive en la capital. Casi toda la riqueza del país parece ser para los gobernantes y la violencia sigue siendo una forma de gobernar.

Explicaciones para esta situación las hay a montón, pero la más plausible es la pobreza. Falta de recursos económicos (pese a la riqueza del subsuelo) y falta de formación. Así, de los casi tres millones de habitantes, cerca de un millón y medio vive en la capital, Ulán Bator. Unos 800.000 como residentes registrados, y el resto como visitantes temporales apiñados en condiciones insalubres en la periferia.

A finales de marzo, el Parlamento aprobó a galope un proyecto de ley que permite al presidente de a República (Chaltaamagii Battulga), al jefe del Gobierno (Khurelsukh) y al presidente del Parlamento iniciar el despido del presidente del Tribunal Supremo, del fiscal general y del jefe de la Oficina Anticorrupción. El titular del primero de estos cargos ya dimitió una semana antes para evitar su destitución.

Ese movimiento que deja formalmente a Mongolia sin Justicia institucional se debe a un vídeo, a un viejo rumor que ha convencido a la opinión pública de que todo el país no es una organización social, sino un cuerpo indefenso a merced de los políticos y a viejas rencillas personales Hasta las elecciones del 2017, los dos grandes partidos mongoles -el Partido Popular y el Partido Democrático- se las tenían tiesas en el Parlamento, pero en los salones y pasillos de la institución confabulaban entre sí para repartirse los negocios más lucrativos de la República.

Esos chanchullos eran tan conocidos que en la calle se llamaba al poder político niebla, una palabra que en mongol es idéntica al acrónimo formado por el nombre de los dos partidos.

El vídeo que ha determinado la iniciativa decapitadora del aparato judicial es una toma de hace 20 años en la que se ve la tortura y asesinato de dos ciudadanos por funcionarios del Ministerio de Justicia para lograr que confesasen. El caso está vinculado con otro asesinato de aquellos años, el dirigente de un movimiento social de oposición, Dsorig.

Hasta aquí lo político en modalidad mongola. Las tropelías de hace 20 años pueden ser ciertas y los contubernios gubernamentales anteriores al 2017, también. Pero la vía emprendida para atajar todo esto resulta tan heterodoxa que en el asunto media ahora el propio Tribunal Supremo que ha de dictaminar si las medidas del pasado mes de marzo son constitucionales o no.