Kalpona Akter comenzó a trabajar en la industria textil a los 12 años cortando presillas para los pantalones y para los 15 ya era sindicalista. “Cuatro horas de clase cambiaron mi vida”, avanza entre risas. “Después de tres años trabajando no conocía mis derechos, trabaja 450 horas al mes por seis dólares, los abusos físicos eran habituales, mi supervisor podía darme una bofetada por cualquier pequeño error”. Un día, los dueños de la fábrica les anunciaron una reducción de sueldo. “Les dijimos que no, no porque fuese injusto o ilegal, sino porque necesitábamos el dinero”. Y entonces fueron a la huelga. Kalpona Akter era la única mujer encabezando la protesta de los trabajadores. “No era valiente, necesitaba el dinero. Era la mayor de cuatro hermanas y un hermano y necesitaban ropa y comida”, explica. Y ahí empezó todo.

Acudieron al sindicato Centro de Solidaridad de Dacca y aprendieron que tenían derechos, reconocidos por la ley de Bangladesh. “Se suponía que tenía que trabajar ocho horas, cobrar el salario mínimo, que no podían abofetearme, que no podían abusar de nosotras, que mi fábrica debía ser segura, que teníamos que tener salidas de emergencia para los casos de incendio, aprendí que tenía derecho a organizarme y eso me dio fuerzas”. Pero entonces el dueño de la fábrica la despidió y la incluyó en una lista negra. “Esto hizo mi vida miserable, porque estaba en paro y no podía mantener a mi familia, pero el sindicato vio algo en mí y empecé a trabajar para él como organizadora y educadora a tiempo completo, explicaba a los trabajadores sus derechos y las leyes. Y no paré a pesar de las presiones del Gobierno, que me encarceló durante un mes, no paré cuando mi compañero (Aminul Islam, de 39 años) fue asesinado, no paré cuando vi trabajadoras muriendo en el incendio de sus fábricas”, dice con voz tranquila pero firme.

Kalpona Akter fundó el Centro de Solidaridad con los Trabajadores de Bangladesh (BCWS) y se ha convertido en el referente de un sindicalismo que ha tomado fuerza en los últimos cinco años a raíz de la mayor tragedia de la industria textil, ocurrido el 24 de abril de 2013, que dejó más de 1.100 muertos y cientos de heridos. Durante años, cuando ha tenido lugar un desastre, Akter ha acudido a la fábrica con una misión: recopilar las etiquetas de la ropa que allí se confeccionaba. “Los grandes importadores europeos y estadounidenses a veces niegan que sus marcas confeccionen la ropa en esa fábrica”, asegura. Así fue durante el incendio en la fábrica Tazreen en noviembre de 2012 que dejó 117 muertos. La sindicalista buscó la ropa entre cadáveres y escombros y cortó las etiquetas con las marcas: Walmart, Pizz Italia, Infinity... Sacó fotografías y se las mandó a sus socios europeos y estadounidenses de la Campaña Ropa Limpia.

Cuando, cinco meses más tarde, el edificio Rana Plaza se derrumbó en Savar, un distrito de Dacca, Akter estaba en Estados Unidos denunciando las condiciones laborales de las trabajadoras del textil en Bangladesh, pero las etiquetas encontradas bajo los escombros permitieron identificar a las marcas que confeccionaban la ropa en el lugar, a las que después se exigió el pago de indemnizaciones. Fueron dos años de batallas hasta alcanzar el llamado Acuerdo Rana Plaza. Además, la presión social obligó a que Gobierno, representantes locales e internacionales de la industria de la ropa, sindicatos locales e internacionales, ONG de Bangladesh que trabajan con los supervivientes y la Campaña Ropa Limpia firmaran el Acuerdo de Incendios y Seguridad en las fábricas del país asiático, legalmente vinculante. La seguridad de las fábricas mejoró, después de un trabajo de inspección en más de 1.400 de ellas. Sin embargo, este acuerdo tenía una vigencia de cinco años y está apunto de expirar. Por ahora, más de 130 empresas han firmado su extensión, pero quedan alrededor de 90.

“Antes del acuerdo, perdimos varios miles de personas por el colapso de fábricas a causa de incendios; en 2016, hubo desastres, más pequeños, y el resultado fue de cero muertes, esa es la diferencia. Tenemos que seguir este camino”, implora la sindicalista. Las exigencias de Akter y los sindicatos bangladesíes son tres: que todas las fábricas firmen el acuerdo de seguridad, sueldos dignos y derecho a organizarse. “El primer acuerdo lo firmaron 220 firmas, pero la extensión todavía no la han firmado todas. De hecho, hay firmas españolas que no han firmado ninguno de los dos acuerdos. El acuerdo cubre a unas 1.400 fábricas y a dos millones de trabajadores, lo que significa que otros dos millones no están cubiertos por el acuerdo”, explica.

“Luego están los sueldos. Los trabajadores que hacen la ropa para empresas como Inditex o El Corte Inglés cobran el salario mínimo, 68 dólares, y esto no sirve para vivir hoy en día en Bangladesh. Ahora estamos haciendo campaña para incrementar el salario mínimo, estamos pidiendo 200 dólares mensuales, teniendo en cuenta el coste de la vida. Y hablamos de salario mínimo, porque consideramos que el salario de las trabajadoras del textil debería ser más alto, sería razonable que cobraran 50 o 70 céntimos por cada producto”, sostiene Akter, “Si las marcas no hacen esto, los consumidores tienen que hacer responsables a las marcas por ello y presionarlas, porque son las que más se benefician de esto”, pide.

Sindicalismo en auge Bangladesh es el segundo mayor exportador de textil a nivel mundial, detrás de China. Con sus más de 4.000 fábricas, la industria da trabajo a unas cuatro millones de personas en el país; “el 80% son mujeres y sufren violencia como tocamientos indebidos, acoso sexual”, puntualiza Akter. Cinco años después del desastre de Rana Plaza, los trabajadores han puesto en marcha uno de los movimientos sindicales más importantes de la región para organizarse y promover la negociación colectiva y, en su mayoría, este movimiento está dirigido por mujeres.

El número de sindicatos en el país se ha multiplicado casi por cinco desde 2013, hasta alcanzar los 500. “La mayoría de estos sindicatos están dirigidos por mujeres jóvenes y dinámicas que quieren ejercer posiciones de liderazgo bien visibles para promover que haya un cambio”, detalló recientemente Jennifer Kuhlman, directora de programas para Bangladesh del Centro de Solidaridad, a la agencia Reuters. Sin embargo, el presidente de la Federación de Trabajadores de la Industria Textil y del Sector Industrial de Bangladesh, Babul Ajter, advirtió de que a pesar de que fue sencillo organizar sindicatos justo después del desastre de Rana Plaza, ahora los activistas están sufriendo abusos, los trabajadores están siendo despedidos y las reuniones sindicales están siendo trastocadas. “Es un momento difícil y los empleados se están enfrentando a muchas dificultades”, señaló.

Los activistas han denunciado que el Gobierno comenzó a perseguir a los sindicatos después de que las trabajadoras de Ashulia, un suburbio en las afueras de Dacca, protestaron por la muerte de una compañera y para exigir una subida de sueldo en diciembre de 2016. Durante los siguientes cuatro meses, casi 40 líderes fueron arrestados y el Gobierno clausuró muchas sedes sindicales, según el Centro de Solidaridad. Muchos de los detenidos fueron liberados tras el pago de una fianza, pero los activistas han manifestado que algunos procesos judiciales continúan en marcha y que los trabajadores temen sufrir represalias si se unen formalmente a los sindicatos. “Las trabajadoras tienen que tener derechos para organizarse y poder tener voz”, deja claro Akter.

La sindicalista estuvo la semana pasada en las tres capitales vascas para explicar esta realidad porque “es importante que los consumidores sepan que su voz importa”. “No pueden desconectar de las condiciones en las que se han confeccionado los productos, tienen que estar educados y alzar su voz también”, sostiene. La solución, asegura, no es dejar de consumir. “Necesitamos esos trabajos, pero estamos pidiendo que se dignifiquen. Y esto se consigue con seguridad en los centros de trabajo, subiendo los sueldos y con derechos y libertad para organizarse. Y esto será posible si los consumidores empiezan a hacer preguntas sobre las condiciones en las que se han confeccionado los productos, los consumidores tienen poder”. Y advierte: “No penséis que las trabajadoras de El Salvador están en el cielo, estamos todas en las mismas condiciones”.