Si el despacho oval tuviese esquinas, en ellas se apilarían con el paso de los años los momentos más oscuros de los presidentes de Estados Unidos. Los pulsos a cara de perro con mandatarios de todo el planeta, conversaciones apocalípticas en plena Guerra Fría, reuniones en las que se planeaba el destino de países sudamericanos como quien juega al Monopoly... Y también deslices extramatrimoniales con pasantes californianas. Pero el despacho oval no tiene esquinas y por sus paredes curvas la Historia gira y gira, sin principio ni final, licuando las sombras más oscuras hasta que al inquilino de turno le conviene rescatarlas del olvido para arrojarlas sobre alguna llama que interesa avivar.
Guionistas y humoristas de todo el planeta darían su brazo izquierdo por ver a través de una mirilla lo que quiera que Donald Trump haga y diga hoy en día en su despacho. Un Trump al que en las últimas semanas empiezan a sobrevolarle noticias de posibles aventuras amorosas con actrices porno. Está por ver si al empresario le hacen cosquillas escándalos de este tipo, pero ya se demostró que él sí que utiliza las infidelidades como barro arrojadizo. Esta semana se cumplen 20 años del salto a las portadas del caso Lewinsky, un affaire que Donald no dudó en señalar con sorna cuando esprintaba en la carrera electoral contra Hillary Clinton. Seguro que el presidente guarda en la recámara la tórrida efemérides para hacer más llevadero el mes o agitar un poco una aburrida mañana de Twitter.
En 1998 el mundo conoció a Monica Lewinsky, una licenciada en Psicología de 22 años que llegó a la capital de la nación al hacerse con una beca para realizar labores de pasante en la Casa Blanca. En esos quehaceres conoció al presidente, Bill Clinton, con quien mantendría una relación personal. Concretamente, Lewinsky confesaría a su amiga Linda Tripp que tuvo hasta nueve encuentros sexuales entre noviembre de 1995 y marzo de 1997. Linda, que como amiga no tenía precio, grabó las confesiones de Monica y se las hizo llegar a Kenneth Starr, el consejero independiente que investigaba varias causas contra el presidente Clinton, entre ellas las acusaciones de acoso sexual vertidas por Paula Jones, una empleada del Gobierno de Arkansas. En dicho proceso el presidente fue preguntado por su relación con Monica Lewinsky y Clinton no tuvo reparos en jurar que él no había mantenido relaciones sexuales con la becaria. Aquello fue el principio de una pesadilla para el inquilino de la Casa Blanca, puesto que con las confesiones de Monica Lewinsky grabadas y la aparición de un vestido azul de la becaria manchado con el semen de Clinton, la Cámara de Representantes emitió varios artículos de acusación por perjurio y obstrucción a la justicia.
En los 21 días que se alargó el proceso, el país atendió con voraz curiosidad a las discusiones sobre si una felación entraba dentro de la definición de relaciones sexuales. “Qué era y qué no era mantener relaciones sexuales, cuando él decía que no lo había hecho, era vital porque era el elemento definitorio del delito”, explica a este diario Iñigo Arbiol, doctor en Historia y Relaciones Internacionales de la Universidad de Deusto. “Si el sexo oral no es tener relaciones sexuales, no había delito. Una infidelidad del presidente suponía un punto de morbo de primer orden, pero no creo que la sociedad se dejase llevar tanto por el amarillismo como por el hecho de que Clinton había hecho unas declaraciones en las que aseguraba que no había tenido relaciones sexuales con ella”.
“Yo pensé que la definición incluía cualquier actividad mía donde yo era el sujeto y tenía contacto con esas partes del cuerpo”, explicaba ingenuamente Clinton. Negó cualquier contacto con genitales, ano, pechos, ingle, muslos o nalgas de Lewinsky. Con declaraciones como esa pareció instalarse en el ideario de la cámara que tener relaciones sexuales incluía dar sexo oral, pero no recibirlo. Y así pues, demócratas y republicanos votaron qué hacer con el presidente.
Todos los demócratas votaron en bloque para exonerar a Bill Clinton de los dos cargos: perjurio y obstrucción a la justicia. En el otro bando, diez republicanos lo exoneraron de perjurio y cinco hicieron lo propio para la absolución de obstrucción a la justicia. ¿Por qué los republicanos no dieron el tiro de gracia al presidente cuando tenían su cabeza en bandeja de plata?
Iñigo Arbiol recuerda que “pocas cosas hay de más calado que cesar a un presidente”. Entiende que muchos republicanos no querían dañar la institución de la presidencia. “En Estados Unidos la presidencia no es la persona, es una institución que goza de un halo semidivino. Se supone que el presidente es el representante de todos los americanos y de todas las virtudes de la república. Algunos republicanos fueron conscientes de que dañar al presidente dañaba al sistema y debilitaba la presidencia como institución. Hay que tener en cuenta que en Estados Unidos no hay una disciplina de partido como aquí. Las personas votan según sus intereses y valores particulares”.
las consecuencias Bill Clinton salió vivo de la polémica, al menos políticamente. En el año 2000 llegaron las elecciones a la presidencia en las que pugnaron Al Gore, que había sido su vicepresidente, y George W. Bush. El pulso se resolvió con el polémico recuento de Florida, que inclinó la balanza hacia el lado de los republicanos, pese a que el candidato demócrata había recolectado en todo el país medio millón de votos más que Bush.
Hay quien señala que el escándalo Lewinsky fue un lastre en la candidatura de Gore. “Hay que tener en cuenta el desgaste de un vicepresidente que había estado en dos mandatos”, advierte Iñigo Arbiol, “además, cuando tú te presentas después de una persona como Bill Clinton, es muy difícil ganar, porque te van a comparar”. A pesar del escándalo sexual que tuvo que lidiar, Clinton seguía teniendo gancho en la población. “No hay que olvidar que Clinton es el presidente que ha salido de la Casa Blanca con el índice de popularidad más alto desde la II Guerra Mundial. Pese al caso Lewinsky y pese a todo, era altísimo. El índice de popularidad en el exterior también era brutal. Estamos hablando de una personalidad arrolladora, era un absoluto líder mundial”. Nunca se sabrá qué hubiese pasado si Al Gore hubiese permitido a Clinton hacer campaña en New Hampshire y Arkansas, dos estados con los que los demócratas hubiesen podido seguir decorando la Casa Blanca.
Si hubo una persona a la que sí afectó el escándalo Lewinsky fue a Hillary Clinton. En su papel de primera dama, Hillary no dudó en mostrar su incondicional apoyo a su marido. Pero años después, cuando ella pasó a primera línea como candidata a la presidencia, el miedo a que viejos fantasmas recobrasen vida hizo que se tuviera que debatir cuál debía ser el papel de Bill en la campaña. “Saber qué hubiese pasado si Bill hubiese estado más presente es ciencia ficción”, explica Arbiol, “creo que parte de la derrota de Hillary fue que en la campaña había poco Michelle, poco Obama y poco Bill”.
Hillary, que no era más que una víctima del desliz de Bill, quedó marcada a ojos de los votantes. “El ciudadano de a pie estaba harto. Identificaba a Hillary como una mujer del establishment dispuesta a todo para llegar al poder, incluso a no tener en cuenta las infidelidades de su marido”. Y estas, por supuesto, Trump las aprovechó en la campaña: “Hizo varias alusiones a una mujer que no había podido controlar a su marido. Hizo una referencia machista hacia Hillary Clinton como una mujer que no satisfacía a su marido y que no iba a poder satisfacer a los americanos”.
Tras el escándalo, Monica trató de sacar provecho de su fama con diferentes iniciativas. Creó una línea de bolsos, fue protagonista de una campaña publicitaria de unos alimentos dietéticos y trabajó para diferentes programas de televisión. Cansada de escuchar críticas a todo lo que hacía y del acoso mediático, huyó a Londres, donde hizo un master de psicología social y reapareció en 2014 a la luz pública como colaboradora de Vanity Fair y, sobre todo, liderando una lucha personal contra el bullying y el acoso cibernético, del que se autodefine como “la paciente cero” por todo lo vivido hace dos décadas. En 2017, a los 42 años, no dudó en tuitear con el hashtag MeToo para expresar que ella también ha sido víctima del acoso sexual.
Los tiempos cambian y con ellos también los presidentes. Si Clinton tuvo que sobrevivir a una tempestad por el caso Lewinsky, Donald Trump parece inmune a cualquier historia turbia de su pasado que pudiera aparecer. “Un escándalo como el de Monica Lewinsky no le haría daño a Trump”, asegura Iñigo Arbiol, “cuando basas tu presidencia en el todo vale, en la descalificación continua a tus oponentes, en el racismo, en la misoginia y en la homofobia, es muy difícil que te haga daño un escándalo sexual. Seguramente, a quien le vota y mantiene su apoyo le iba a resultar hasta divertido que tuviera una amante de 25 años”.