En Estados Unidos se está notando más que en ningún otro sitio del mundo una querencia casi incontenible a la intransigencia y a la violencia. El fenómeno no es exclusivamente estadounidense, pero aquí se nota tanto porque la atención del mundo está enfocada sobre esta nación y porque en ningún otro país la vida política y la actualidad repercute tanto en los medios de comunicación.

La vehemencia con que se rechaza la victoria electoral de Trump, legítima como la que más, encuentra hoy en día su parangón en la violencia increíble de los talibán, el Estado Islámico, la guerra civil yemení, el terrorismo fundamentalista, la subversión chechena? para citar tan solo los casos más llamativos de una lista de conflictos surgidos tras la II Guerra Mundial que es deplorablemente larga.

Y esta vorágine de violencia e intolerancia casi universal se registra en un momento de bienestar como no ha tenido la humanidad desde que la especie homo apareció sobre la Tierra. ¿Por qué?

La pregunta se formula sola; las respuestas, no porque son muchas. Las preferidas por sociólogos y analistas norteamericanos podrían resumirse en “la venganza de Dios”. Es una respuesta de largo recorrido -ya la apuntó hace dos siglos el filósofo alemán Schopenhauer- que puede resumirse en la progresiva desvinculación de la cultura moderna de la conciencia de un más allá, de la existencia de valores eternos. A los seres humanos atribulados por la elección del nuevo automóvil del próximo destino de las vacaciones se les ha borrado mayormente de la conciencia que existen también “los otros”, que el prójimo se merece respeto y que la solidaridad va mucho más allá de los réditos de la cuenta corriente o el gozo hedonístico.

Este panorama tiene el agravante de que la inmensa mayoría del Tercer Mundo ha adoptado la cultura industrial y los planteamientos competitivos que caracterizan al primer mundo sin haber llegado ni de lejos a los niveles de riqueza y asistencia social de los países industriales. Y así está surgiendo un extraño y destructor intercambio de valores morales, algo así como una selección natural, pero de valores y no de genes.

Hacia el tercer mundo El primer mundo, rico, hedonista y casi suicidamente competitivo sacrifica todo -empezando por la moral trascendente y la conciencia del prójimo- al éxito material. Y exporta su modelo social al Tercer Mundo casi siempre incapaz de asumir tal modo de vivir, pero incapaz de resistir la tentación del bienestar. Y en sociedades que en su inmensa mayoría también han estado o están perdiendo sus valores trascendentes, esa incapacidad se transforma en odio a flor de piel y violencia, una violencia que tiene mucho más de válvula de escape individual que de herramienta de cambio social o político. Y esta violencia por la violencia y en aras de odio es la que reexporta al primer mundo, algo así como mandarle el castigo por haberle vendido una mercancía que no están en condiciones de digerir.

Lo que ningún sociólogo aporta es una propuesta de solución, de forma que tanto las sociedades ricas como las pobres no ven formas de atajar la violencia ni pueden ofrecer a sus poblaciones garantías de seguridad, tan solo mayores controles y más esperanzas irrealizables. Es decir que el terrorismo, según ya han dejado a entender repetidamente funcionarios y políticos, lleva trazas de acompañarnos durante mucho tiempo.