Romero es un joven militar que perdió su pierna derecha y el ojo izquierdo en una emboscada con bombas de las FARC. Nora, ‘La Flaca’, fue una guerrillera que colocaba explosivos hasta que desertó. Astrid y su familia perdieron sus tierras en un atentado de la guerrilla, donde murieron varios primos tras ser secuestrados. Estas tres caras de uno de los conflictos armados más cruentos de la historia reciente conviven en la cocina de un restaurante. Lo hacen, con poco más de 30 años cada uno, sin mirar atrás bajo el amparo de un comprometido cocinero, Juan Manuel Barrientos, impulsor con un corazón desprendido de la Fundación El Cielo, donde la reinserción se hace realidad entre pucheros y manteles.
Un día antes de festejar su Primera Comunión, a Barrientos le cambió la vida. Su madre le planteó que eligiera entre quedarse con los regalos o entregar su valor para la recuperación de una vivienda asolada por los efectos de una bomba. El chaval eligió la solidaridad. Desde entonces no ha abdicado de sus valores, incluso cuando su familia tuvo que emigrar a Londres por la amenaza guerrillera a su padre y quedarse en la ruina. Inquieto, intuitivo, perseverante, siempre quiso ser cocinero y eligió el restaurante donostiarra Arzak para sus prácticas después de deslumbrar en la Escuela de Hostelería de su Medellín natal, donde superó con la imaginación al resto de alumnos sin acudir a las clases. A su regreso de San Sebastián entendió que era el momento de armonizar la cocina y la solidaridad. No lo dudó. Aparcó una oferta millonaria para dirigir en EE UU un sustancioso negocio de venta de plásticos y abrió la puerta de su improvisado restaurante a aquellos jóvenes víctimas del conflicto armado y sin otro futuro que la exclusión social. Ahí nació su Fundación, que ahora extiende su labor social a tres restaurantes en Bogotá, Medellín y Miami
Nora se sienta gozosa cada mañana que se coloca el mandil porque acude, reconoce, a “su hogar, dulce hogar”. Por su manos pasan escaleras arriba y abajo los productos del restaurante horas antes de entregarse a pelar tomates o quitar la última mancha del laboratorio de los menús. Hace dos años, esas mismas manos transportaban explosivos mientras su cabeza ideaba cómo causar el mal mayor al enemigo, a ese Ejército que un día mató a su padre en una zona desatendida por el Gobierno y le inoculó el germen del odio, de la revancha más cruel.
Sin superar jamás este trauma en su cabeza, La Flaca dejó una noche a sus tres primeros hijos en la casa que compartía con su madre, sus hermanas y un padrastro a quien siempre despreció por los abusos sexuales que prodigaba entre los suyos. Comenzó a andar por la selva hasta que cuatro horas después llegó al poblado donde fue reclutada. Iniciaba así, en plena eclosión de este conflicto bélico, una nueva vida de la que muy pronto se arrepentiría, pero que le engulliría durante tres años bajo una implacable disciplina militar. Siempre disfrazó los frecuentes momentos de flaqueza, aquellos en los que admitía el error de su ruptura con el mundo del poblado, al que se había entregado sin ideología de por medio. Posiblemente, sólo para vengar a su querido padre. Hasta que las escenas de las horribles muertes que causaban las estratégicas por malvadas ubicaciones de sus bombas iban desgarrando poco a poco su conciencia. Y llegó ese día en que una maldita granada segó la pierna de una compañera guerrillera. La última gota. Nora, siempre valiente, decidió “volar”, como dice ella. Dejaba su vacío en un campamento itinerante donde compartía ducha, alimentos y ropa sin reparar en el sexo o la jerarquía guerrillera. Lo hizo convencida del s riesgo que corría, aunque también urgida porque el Ejército seguía sus pasos. Le esperaba su penúltima vida, el precio de la deserción.
Acogiéndose a los acuerdos de paz de La Habana entre Gobierno de Colombia y las FARC, ‘La Flaca’ encontró refugio de inmediato en dependencias militares. Allí pudo reencontrarse con sus tres hijos pero también tuvo que delatar todo lo que sabía sobre sus compañeros como moneda de cambio. Uno de ellos no se lo perdona y la sigue amenazando con matar a sus críos. Nora le conminó la primera vez a no hacerlo. Le avisó que ella haría lo propio.
Desde hace casi tres años, Nora es una cocinera en los restaurantes El Cielo y no se lo dice a nadie. Tiene mucho miedo a la represión. Por eso llora en silencio acordándose cada noche de los dos nuevos bebés que le ha dejado otra fallida relación, esta vez con un militar, y que cuida su hermana. Frente a la angustia, mantiene la ilusión de reencontrarse un día con su familia numerosa aunque todavía le queda por restañar algunas heridas. Lo podrá hacer con el paso del tiempo. De momento sonríe porque junto a su amiga Astrid -su hija mayor de 12 años cuida de sus tres hermanas cuando su madre trabaja-, próximamente va a cursar en Valladolid un ciclo de estudios de hostelería que le ha proporcionado Félix Puebla, en nombre del Foro Arekuna que preside, al conocer su reinserción. Mientras, Romero, que suma a su desgracia física la pérdida de otro hermano militar en un reciente atentado, les recordará con su sonrisa permanente. En su caso podrá conocer durante algunos meses cómo tratan el pescado en la cocina de Quique Dacosta. Una nueva vida en paz.