Desde hace más de un cuarto de siglo, cuando se derrumbó la Unión Soviética y Estados Unidos se felicitaba por haber liderado una gran victoria sobre las ideologías totalitarias y comunistas, los norteamericanos han estado convencidos de que su sistema político y económico se iría extendiendo de la mano de los sistemas democráticos.
Y más o menos es lo que fue ocurriendo, más en los países europeos y menos en los asiáticos, pero con una gran apuesta pendiente: la China, hoy el segundo gigante económico del mundo después de Estados Unidos y que se desarrolla, crece y enriquece a marchas forzadas. Muchos creían que los chinos seguirían el modelo de las sociedades occidentales, donde el enriquecimiento material de la población trajo unas exigencias democráticas materializadas en sistemas políticos y economías de mercado.
Algunos pocos expertos en política internacional advierten desde hace años que la China podía ser un animal diferente y que el Partido Comunista podría optar por una liberalización económica sin por ello ceder el poder y establecer instituciones democráticas. Señalaban que las reformas económicas que permitieron a cientos de millones salir de la miseria iban dirigidas por Den Xiaoping, quien no solamente quería un “comunismo a la china”, sino probablemente también un mercado en versión comunista.
Ahora, a la vista de las últimas decisiones tomadas por el Partido Comunista chino, que ha elevado a la santidad política a su actual presidente Xi Jinping, se perfila un mundo con dos grandes polos cuyo poder económico es cada vez más semejante, sin que por ello se acerquen sus planteamientos políticos. Y ciertamente las últimas medidas anunciadas por Xi no apuntan a una democratización de la sociedad china, sino a lo que el experto en esta zona del mundo, Sebastian Heilmann, llama el “leninismo digital”, un sistema en que los chinos tratan de utilizar las tecnologías más avanzadas y fomentan ellos mismos la innovación, pero mantienen un sistema de poder claramente vertical.
En realidad, corresponde a lo que han vivido en su larga historia de cinco mil años, porque la China, como en su día el Egipto faraónico o el imperio Asirio o la Unión Soviética, tiene que apechugar desde hace siglos con una masa ciudadana enorme, de forma que Xi Jinping ha de elegir ante el dilema de llevar al pueblo a golpe de látigo como hizo Stalin, sabiendo que al cabo de dos o tres generaciones será inevitable el anquilosamiento, o dejar que de su enorme masa humana surjan fórmulas políticas y líderes a los que ni sepa ni puede controlar, tanto por falta de recursos como de premisas sabidas.
Los chinos - y no solo el Partido Comunista desde Pekín sino incluso muchos jóvenes chinos formados en las universidades occidentales- apuestan a que su método de “diseño de arriba abajo”, según lo describe el propio partido, acabará dando resultados mejores y señalan que, por lo menos, tiene la ventaja de controlar a la población para evitar corrientes, ya sean ideológicas o de conductas patológicas, perjudiciales para el desarrollo económico y el bienestar de todos.
Un planteamiento diferente En Estados Unidos, el planteamiento no puede ser más diferente: no son los gobernantes quienes saben lo que conviene a todos, sino que es la masa de la población la que elige, prácticamente por selección natural, los productos o conductas que tienen éxito. Se trata, naturalmente, de la libertad máxima del “mercado”, el principio sacrosanto en la ideología norteamericana, que no lo ve exclusivamente como un lugar en el que se venden y compran mercancías, sino como un foro de ideas artísticas, económicas, médicas o sociales, en que todas compiten y acaban por imponerse las que la población desea.
El gigante americano nació en un contexto doblemente diferente, tanto porque su población no era al principio muy grande, como por la comunidad de moldes mentales y sociales, que permitían un relativo control de la sociedad. En el pulso hegemónico entre Pekín y Washington es imposible por ahora saber quién acabará ganando, pero parece evidente que ni los chinos ni los norteamericanos van a cambiar de ideas.
Por mucho que los conservadores norteamericanos vean en sus rivales políticos progresistas tendencias comunistoides, es impensable una sociedad norteamericana que adopte un modelo vertical como los grandes imperios asiáticos -o de gran influencia asiática, como es Rusia-, donde la pasividad de la población permita a sus dirigentes plantear estructuras autoritarias. Tan impensable como que mil trescientos millones de chinos vayan por ahí campando sin disciplina y aplicando sus ideas al margen de sus líderes políticos.