washington - El presidente Trump apenas ha intentado poner en práctica una de sus propuestas electorales contra la inmigración ilegal en Estados Unidos e incluso parece haber quitado hierro a otras, pero los efectos de su retórica son ya bien visibles en el país, donde por ahora perjudican más a los ciudadanos norteamericanos que a los extranjeros indocumentados. Actualmente, la única acción que responde a sus promesas electorales es el intento de hacer volver al redil a las ciudades santuario, es decir, las que protegen a los inmigrantes de las redadas de la migra, el ICE (Immigration and Customs Enforcement o Protección de Inmigración y Fronteras).
De momento parece que la acción todavía no ha salido del ámbito de las palabras, con los llamamientos del Secretario de Justicia, Jeff Sessions, para que las ciudades respeten las normas federales que exigen la entrega de los detenidos por la policía local a las autoridades de inmigración. Una apelación que va camino de seguir el modelo del edicto contra la entrada de viajeros de ocho países musulmanes, paralizado en los tribunales, pues varias ciudades se preparan ya para oponerse legalmente a la amenaza de que el gobierno federal les cortará los fondos de diversos subsidios.
Más receptivos a las amenazas de Trump parecen algunos miembros de diversas policías, que se presentan cerca de los lugares visitados por inmigrantes, como iglesias o restaurantes extranjeros, para pedirles documentación y arrestarlos venido el caso, pero incluso en estos episodios no hay noticias de redadas masivas sino tan solo de algunos casos aislados. Aun así, la conmoción entre los indocumentados es tan grande que las iglesias de todo el país organizan sesiones de asesoramiento con abogados especializados en inmigración.
Donde sí hay conmoción es entre los pequeños empresarios norteamericanos en zonas con mucha población extranjera: los negocios que venden comida típica, ropa barata o envían remesas de dinero a México u otros países se van quedando sin clientes ante el temor de que la migra esté al acecho delante de sus locales.
De poco sirve que el propio presidente y funcionarios o simpatizantes que hablan en su nombre aseguren que “están enfocados” en los delincuentes, ni que los propios indocumentados estén de acuerdo en que les libren de compatriotas que roban o matan: los medios ultra conservadores mantienen su campaña anti-inmigrante con auténtico furor y los trabajadores menos preparados creen que la razón de su desempleo o de la escasez de sus sueldos se debe que los extranjeros roban o abaratan sus puestos de trabajo. Ni estos sectores conocen las tendencias demográficas y económicas del país ni parece que los políticos asuman la responsabilidad de explicárselo.
Es lamentable, porque las proyecciones indican que los norteamericanos dependerán cada vez más de la mano de obra extranjera: los economistas prevén que dentro de 20 años la fuerza laboral de origen extranjero pase de 11 a 24 millones. Estos extranjeros, en realidad, no son tales, porque son hijos de inmigrantes, legales o no, lo que no deja de tener cierta ironía: el propio Trump, durante la campaña electoral, los insultó llamándolos “bebés-ancla”, es decir, que han servido a sus padres para permanecer en el país e incluso legalizar su situación. Es porque las leyes norteamericanas dan ciudadanía a quienes nacen en su territorio y, además, cuando alcanzan la mayoría de edad, pueden traer legalmente a sus padres en virtud de los planes de reunificación familiar.
Ciudadanía y derechos Trump propuso cambiar estas leyes para negarles la ciudadanía y estos derechos. Es algo casi imposible pero, si lo consiguiera, el mercado laboral perdería a estos 13 millones de trabajadores y en un mal momento: el crecimiento previsto de la masa laboral será, de todas formas, el más bajo desde hace más de medio siglo. Además, los mismos estudios señalan que a los hijos de inmigrantes se les sumarán aproximadamente otros 5 millones que irán llegando -legal o ilegalmente- de otros países, sin los cuales la fuerza laboral total se reduciría en 8 millones, algo que repercutiría negativamente en los índices de crecimiento económico.
Para Trump, que fustigó a los demócratas por la pérdida en el número total de población activa, con las consiguientes repercusiones negativas para la economía, ha de ser difícil encajar los dos principios. Eso es difícil incluso si se tienen en cuenta los efectos de la automatización, que habría de permitir más producción con menor población activa. Los trabajos que eliminan los robots son generalmente los menos cualificados, precisamente los puestos que puede ocupar la gran masa escasamente preparada que votó a favor de Trump. Pensaron que, si desaparecen los inmigrantes, los patronos irán a buscar a norteamericanos no cualificados y les pagarán el triple que a los extranjeros, cuando en realidad es probable lo contrario, es decir, que una fuerte subida salarial acelerará la automatización que hoy elimina ya seis puestos por cada robot. En el futuro veríamos cómo son máquinas quienes recogen manzanas, facturan paquetes y sirven hamburguesas.