los socios europeos encaran su 60 aniversario el próximo 25 de marzo con un divorcio en ciernes -se espera que Theresa May haya activado para esta fecha el y archiconocido artículo 50 que inicie la desconexión- y el clan dividido entre diferentes familias. El propósito es ofrecer imagen de unidad en Roma, en una cumbre de apenas dos horas, más basada en símbolos que en hechos, con el marco de la Ciudad Eterna como icono de permanencia y apelaciones a los 60 años que el Viejo Continente ha conseguido vivir en paz y prosperidad después de guerras intestinas.
Como encuentro de transición y termómetro, la cumbre celebrada este pasado jueves y viernes en Bruselas ofrece pocas perspectivas halagüeñas. Polonia amenaza con convertirse en baluarte de la resistencia de los países del Este a la Europa de varias velocidades pergeñada por Angela Merkel, con el apoyo de François Hollande y la participación de España e Italia. La brecha Este- Oeste resurge con fuerza, después de que en estos meses el boicot a la política de reparto de refugiados auspiciada por Berlín haya resultado efectivo y Bruselas haya decidido mirar para otro lado ante el incumplimiento sistemático y generalizado de los objetivos pactados.
Pero a pesar de que las brechas Este-Oeste y Norte-Sur continúan más vigentes que nunca, la herida más peligrosa para el futuro del proyecto europeo reside en las múltiples diferencias que salpican la relación franco-alemana. El tradicional motor que ha impulsado al resto de potencias europeas y que en los últimos años ha marchado a ralentí, casi siempre superado por los acontecimientos. Habrá que esperar hasta las elecciones de la República Francesa y su segunda vuelta en mayo y los comicios en septiembre para comprobar si la tradicional entente cordiale entre París y Berlín puede renovarse, pero el daño causado estos últimos años por esta mala relación tardará en disiparse.
A pesar de la imagen de directorio europeo de la cumbre a cuatro celebrada en Versalles el pasado lunes, Merkel y Hollande no pueden disimular que su único punto de unión por el momento es el impulso hacía una política de Defensa Común sujeto, por otra parte, a numerosos interrogantes. El de mayor calado: su complementariedad con la OTAN y la posibilidad de que los países del Este decidan volcar todos sus esfuerzos en la Alianza siempre y cuando Donald Trump les asegure la seguridad frente al anexionismo ruso y que Reino Unido -la mayor potencia militar europea hasta su salida- vete desde fuera posibles estructuras europeas e incluso corteje a Francia. Este último país con una tradición sobre su capacidad y objetivos militares mucho más similar a la de Londres que a la de Berlín.
Entre las numerosas diferencias que han sumido a menudo el proyecto europeo en la parálisis, la política de refugiados o la necesidad de profundizar en la moneda única. Merkel no sólo ha contado con la oposición contumaz de los países del Este a la hora de poner en marcha un sistema centralizado de cuotas para los refugiados, Hollande también se ha negado a cualquier esquema de reparto de manera permanente. Nunca la canciller había estado completamente tan sola en Europa, después de haber marcado el paso a los socios europeos durante toda la gestión de la crisis de deuda.
construcción de pilares La personalidad gris del presidente francés tampoco ha logrado convertirse en estos años en un contrapeso eficaz a la política de austeridad alemana. Berlín ha vetando cualquier intento de avanzar hacía un ministro de Finanzas en la eurozona, eurobonos o un Tesoro Europeo. Mecanismos que sean capaces de salir al auxilio de las economías periféricas que comparten la divisa europea. La construcción de un pilar social tampoco cuenta con el apoyo de la canciller. Tras el mes de septiembre, París y Berlín volverán a verse las caras. Los inquilinos del Eliseo y la cancillería quizás hayan cambiado. Los retos serán los mismos y será el momento de comprobar la resistencia del núcleo duro.