La corrupción imperante en la Europa del este desborda la picaresca para entrar de lleno en lo grotesco si se miran las relaciones comerciales ruso-bielorrusas en las que este último país, que carece de salidas al mar, exporta a la Federación Rusa, cangrejos, ostras y salmones.

Pero este absurdo -uno más entre los muchos imperantes en las relaciones entre estos dos Estados otrora integrantes de la Unión Soviética- queda compensado políticamente en la actualidad con una vecindad sumamente tensa. En realidad, las coincidencias de intereses políticos exteriores e interiores de Minsk y Moscú son muy grandes en el marco de una política de largo alcance. Lo que les enfrenta en estos momentos es lo que se podría llamar una mezquindad mercantil : el intento bielorruso de sacar tajada de las sanciones económicas impuestas por Occidente a Moscú a raíz de la intervención rusa en la guerra civil ucraniana.

La realidad es que Bielorrusia milita entre los pobres de Europa y, consecuentemente, su estabilidad interior se mantiene ante todo por una presión abrumadora -desde la política hasta la policial- del régimen del presidente Lukashenka. Para este, cualquier mejora económica del país significa un afianzamiento de su posición y se apresta a cualquier maniobra remuneradora, aunque sea a costa de tensiones con Moscú.

Y estas se producen actualmente por un sinfín de motivos. Así, el precio de la energía rusa suministrada a Bielorrusia lo quiere reducir Minsk al mismo tiempo que sube un 7,7% el peaje que le cobra a Moscú por el tránsito por suelo bielorruso del gas y petróleo ruso hacia Europa occidental. A este desencuentro se suma el hecho de que Minsk debe cientos de millones de dólares a Moscú por la energía ya recibida y Rusia ha reaccionado al mal pago con una reducción en pleno invierno del 20% de los suministro energéticos a Bielorrusia.

No hace falta decir que si el Gobierno tiene una moral de mal pagador, los empresarios bielorrusos tampoco adoptan mejores criterios éticos a la hora de negociar con Rusia. Así, irritan a las autoridades moscovitas al por mayor y al por menor; por un lado, falsifican el origen de mercancías y por el otro, practican un contrabando fronterizo de tal volumen que el Kremlin ha recurrido a su servicio secreto para atajarlo. Desde la segunda semana de febrero una franja fronteriza rusa de treinta kilómetros de ancho entre los dos países vuelve a ser objeto de controles severos de personas y bagajes, anulando la libertad de movimientos de los últimos años.

Esta medida reducirá seguramente el contrabando local y las operaciones delictivas habituales; lo que será mucho más difícil de atajar para Moscú será la práctica de muchos exportadores bielorrusos de re-etiquetar víveres de la Unión Europea -cuya importación está prohibida en Rusia como represalia a las sanciones occidentales- y venderlas en Rusia como productos de elaboración bielorrusa.