Hace casi 25 años, cuando había caído el telón de acero y Washington se creía capaz de poner fin incluso al problema palestino, Francis Fukuyama escribió “el final de la Historia”, con la creencia más basada en el deseo que en la lógica, de que la victoria del “mundo libre” sobre la tiranía iba a abrir una época de concordia universal y sin las guerras que han llenado la historia desde antes de empezar a escribirse. “Lo que estamos viendo no es simplemente el final de la Guerra Fría ni de una etapa particular de la post-guerra, sino el final de la Historia como tal, el punto final de la evolución ideológica de la Humanidad y la universalización de las democracias liberales occidentales, como forma final del gobierno humano”, escribía en lo que fue un best-seller y uno de los libros más citados en televisiones y diarios.

Así como Mahoma aseguraba en su último escrito que después de él ya no habría más profetas ni nuevas religiones, también creía el entonces profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Johns Hopkins en el establecimiento definitivo del sistema democrático.

En esto no andaba sólo, porque también el presidente George H.W. Bush celebraba el “nuevo orden mundial” que iba a suceder a la Guerra Fría, ganada por los países occidentales en lo que se ha dado en ese “mundo libre” liderado por Estados Unidos.

Con una crisis económica que le costó la re-elección al primer presidente Bush, con 21 millones de veteranos y unos gastos militares que devoraban el 20% del presupuesto nacional, no es de sorprender que la sensación de victoria llevara a un desarme, tanto en el terreno militar como en el propagandístico: el presupuesto de Defensa no ha dejado de bajar como porcentaje del gasto público y las emisoras oficiales de radio como Radio Free Europe o Radio Liberty, que transmitían a la Europa de detrás del Telón de Acero, han quedado muy menguadas. Incluso la oficina encargada de proyectar internacionalmente una imagen favorable de Estados Unidos desapareció en 1999, durante la presidencia de Bill Clinton, cuando USIA (United States Information Agency) fue absorbida por el Departamento de Estado.

Los recortes militares no han menguado la posición dominante de Estados Unidos en el terreno militar, pues sigue teniendo el armamento más moderno y las tecnologías más avanzadas que le dan una superioridad indiscutida. Pero en otros terrenos, el desarme propagandístico y la complacencia han debilitado la situación norteamericana y dejado el campo abierto a los que otrora eran enemigos y no son, hoy en día, tan amigos como algunos confiaban.

Y la confianza era bipartidista: el segundo presidente de la saga de los Bush miró a Vladimir Putin a los ojos y creyó ver allí su alma, mientras que Obama prometió una “nuevo comienzo” en las relaciones con Rusia cuando todavía era candidato a la Casa Blanca.

Mientras el pueblo americano compartía tanto la actitud de uno y otro presidente, Rusia y China desarrollaban aparatos propagandísticos que en muchos lugares desbancan los establecidos con grandes esfuerzos en tiempo y dinero por Estados Unidos. Incluso Venezuela, con su canal TeleSur, se iba subiendo a las barbas de Washington antes de que el derrumbe de los precios de petróleo le obligara a plegar velas, pero aún entonces tuvo el socorro de Argentina, que se sumó al proyecto chavista y financió el 16% de los programas de propaganda socialista, hasta que Cristina Kirchner cedió la Casa Rosada a un presidente conservador.

Cuando Mitt Romney, candidato presidencial en 2012, lanzó la voz de alarma de que Rusia no era el amigo que Washington deseaba tener, sino que era más bien la mayor amenaza a que se enfrentaba, los norteamericanos le hicieron tan poco caso como el presidente Obama, quien siguió alegremente su política de distensión y desarme propagandístico unilateral.

Entre la multitud de canales disponibles a los clientes de cable en Estados Unidos, se encuentran los programas de RT (Russia Today), no solo en inglés sino incluso en español, cuya propaganda a favor del Kremlin dista tanto de ser discreta, como es agresiva su crítica contra el sistema norteamericano. Es igual de fácil encontrar programas chinos, aunque les falta la agresividad rusa a la hora de condenar a Washington. En este panorama, las quejas de Trump por el desgaste de la hegemonía norteamericana en el mundo encuentran oídos favorables, pero está por ver si habrá en él la disposición de aumentar el gasto público y reforzar la maltrecha maquinaria de propaganda.

Los cubanos, por ejemplo, lamentan el desgaste de las emisoras Radio y TV Martí, dirigidas contra el régimen castrista, aunque a decir verdad la TV nunca fue efectiva porque en sus 26 años de existencia nunca se ha podido ver en Cuba de forma regular debido a las interferencias del gobierno de la Habana. Tan solo podrían haberse superado con millones de dólares destinados a un satélite, pero nunca hubo fondos para ello. Ambas emisoras perdieron poder con la llegada de Obama a la Casa Blanca y la esperanza de que los cambios en Cuba abrieran el camino democrático.

Esa democracia ni ha llegado ni parece próxima, pero la estructura de las Martí como los cubano-americanos las llaman, ha cambiado tanto que difícilmente podrían recuperar su misión con rapidez en una época de recortes y con directivos encargados de ahorrar fondos.

Las primeras indicaciones que nos dan las declaraciones de Trump es que también él, como algunos de sus predecesores, intentará avanzar a su manera. Esta manera parece ser ganarse a Putin para quien ha tenido repetidamente palabras de elogio y a quien envía un amigo como embajador, pues el designado, Rex Tillerson, fue incluso condecorado por Putin por sus gestiones al frente de la petrolera Shell Oil.

Pero aún no podemos saber si también Trump cree haber adivinado, como en su día George W Bush, qué hay en el alma del amo del Kremlin o si ya tiene formado su juicio y determinado su política. Y de ser así, tampoco nos ha dicho hacia donde se orienta.