bruselas - Los periodicos belgas se llenaron de testimonios a los pocos minutos de la tragedia. Era como si necesitaran los ojos de los testigos para poder ver y creer lo que los informatimos martilleaban sin cesar en sus ediciones especiales. Llevaban meses advertidos, con el metro cerrado en varias ocasiones, los colegios sin abrir y la amenaza de atentado a flor de piel. Al final ocurrió. Eran las ocho de la mañana. En el aeropuerto de Zaventem olía a vacaciones, era pronto. Gente inquieta buscaba su embarque y los trabajadores se mezclaban en la algarabía de altavoces, recibimientos y despedidas. De repente, sobre sus cabezas caía un negro telón acompañado de un ruido ensordecedor. El aeropuerto comenzó a vibrar y la oscuridad se tiño de rojo.

Un taxista, con las manos y los pantalones llenos de sangre, aclaraba a quien le miraba “no es mía, sino de las personas que he ayudado a salir”. Más adentro estaba Alphonse Youla. Se dedica a asegurar los equipajes y afirmaba haber estado a tan solo cinco metros del lugar de la primera explosión. “Oí a alguien gritar en árabe, pero no entendía lo que decía”. “También vi a una señora una escalera mecánica. Parecía cortada en dos por la explosión”. Estos eran solo algunos de los testimonios que diarios como La Libre Belguique iban publicando a modo de notas pegadas en un muro.

Como la que hablaba de Lahoani Ziahi, que volvía a encontrarse, cuatro meses más tarde, frente a frente con la tragedia. “Fui a Bataclán 15 minutos antes del tiroteo de París. Aquí estaba para coger un avión. En pocos segundos todo se derrumbó y se llenó de polvo. La gente corría, gritaba... Algo me persigue”. Notas y vídeos asaltaban Internet para poder compartir y hacer más llevadero el dolor de los supervivientes.

Pero no todo eran lamentaciones, las críticas también cobraban su protagonismo. Como la de Anthony Deloos, que trabaja en Zaventem para Swissport quien, todavía cubierto de polvo, mostraba su malestar a cada periodista que se le acercaba. “No ha cambiado nada desde los ataques del 13-N en París. Hay presencia de algunos soldados en el aeropuerto, pero no hay ningún control de equipajes a la entrada de este hall”. Y debe de tener razón porque la policía belga difundía la imagen de una de las cámaras de seguridad, que en primicia había publicado La Libre, en la que se ve a tres presuntos sospechosos del ataque, con sus carritos de equipaje, caminando por el aeropuerto. Un detalle de la foto no pasó por alto a los investigadores. Dos de los presuntos terroristas ocultaban su mano izquierda con un guante que, según los agentes, sería para esconder los detonadores de las bombas que luego harían explotar.

Otra de las críticas las hacía un taxista que ayudó a sacar a las víctimas. No se explicaba cómo no les habían podido detener antes, ya que “hace falta mucho tiempo para montar una organización capaz de hacer algo así”.

También Adamo, de 43 años y empleado de los servicios de limpieza del aeropuerto, criticaba que no habían recibido instrucciones de cómo actuar en caso de atentado. “Sabemos cómo evacuar el aeropuerto en caso de un incidente, pero no cómo actuar en caso de un ataque”. Este empleado estaba trabajando cuando “oí la primera explosión”. “El suelo se sacudió bajo los pies, el ruido era ensordecedor. La gente gritaba, había sangre”.

Cedric, un joven de 20 años, no acababa de reaccionar. Iba a tomar un vuelo con destino a Londres para un trabajo en prácticas. El humo y el polvo habían maquillado de negro su cara. Pero a pesar de lo vivido momentos antes manifestaba sentirse afortunado a todo el que le quería oír. “He tenido mucha suerte. Iba a subir en el ascensor cuando se produjo la primera explosión. Si hubiera estado dentro, ahora probablemente estaría muerto”. Y es que en ese momento “una nube de polvo vino hacia mí”. “Había sangre por todas partes, Vi a un pasajero con la cara ensangrentada y a una azafata con la mano destrozada. Fue todo en cuestión de segundos”, repetía.