a medida que avanzan las elecciones primarias, crece también la aflicción entre los norteamericanos por las opciones que se les presentan. El problema afecta a ambos partidos, pero por razones diferentes. Y con consecuencias que serán también muy distintas.

En el caso republicano, hay una creciente inquietud ante la incapacidad del partido de liberarse del okupa que va acaparando espacio en la casa del partido que creían bien guardada, con el temor de que la situación les robe unas elecciones que tenían prácticamente ganadas a causa de la escasa popularidad de Barack Obama, la probabilidad estadística de un cambio de partido en la Casa Blanca y el estado de desasosiego general ante una economía que no acaba de despegar.

El okupa, naturalmente, es Donald Trump, un hombre que no había militado jamás en las filas republicanas y había mostrado tendencias más bien progresistas hasta que decidió infiltrarse en la estructura republicana y manipularla en beneficio propio para convertirse en presidente. Desde este viernes, su imagen se ve reforzada con el apoyo del otrora rival Chris Christie, gobernador de Nueva Jersey, que decidió sumarse a quienes apoyan a Trump y se unió, asimismo, a los ataques contra Marco Rubio, el senador de Florida que atacó duramente al millonario neoyorkino durante el debate presidencial de la víspera.

Si Trump puede ocupar este espacio es por la desorientación general del partido y los grandes cambios en el estado de ánimo del electorado, que afectan a ambos partidos pero mucho más a los republicanos que a los demócratas.

Se da la situación paradójica de que los demócratas, en teoría los progresistas y abiertos al cambio, son los más aferrados a la situación existente y con poco deseo de transformación. Sus dos candidatos son una buena muestra: la ex primera dama Hillary Clinton viste el manto oficialista, mientras que su rival, que ofrece una alternativa a la que se suman los jóvenes y los más desencantados con la situación actual, parece una oferta utópica a la mayoría del país y tiene pocas probabilidades de mantener el ímpetu de las primarias iniciales.

Obama arrasó en 2008 son el slogan Sí, podemos, pero ocho años más tarde el sentimiento es de que no se pudo. Los demócratas de hoy recogen a élites académicas, intelectuales progresistas, defensores del medio ambiente y de la corrección política. Detrás quedan las masas de trabajadores blancos, con escasa calificación profesional, ingresos estancados al nivel de 1995 y pocas esperanzas de mejora.

Estos trabajadores se sienten tan discriminados como las tradicionales minorías pobres de negros o de inmigrantes recientes. Muchos están dispuestos a cambiar de partido, si no eran ya republicanos, pero su presencia en el electorado empuja hacia una transformación que parece inevitable aunque nadie sabe exactamente hasta dónde llegará ni cómo será. Las victorias del millonario Trump tan solo son posibles a causa de la ebullición del partido que parece dispuesto a marcharse con cualquiera que no esté entre los de siempre.

Republicanos, independientes o demócratas descontentos abren sus oídos a los cantos de sirena de Trump, que les promete mayores salarios a base de eliminar la competencia de inmigrantes y de los mercados extranjeros. El propio candidato recuerda que el presidente Reagan ganó las elecciones de 1980 gracias al apoyo de los “demócratas por Reagan” que se pasaron en masa de partido y renovaron su voto cuatro años más tarde, a caballo de una espectacular bonanza económica que creaba medio millón de puestos de trabajo cada mes.

Pero la atracción electoral de Trump tiene en realidad un tono diferente, el de un populismo amargo que contrasta con el optimismo de otrora de Reagan. Sus afirmaciones y estilo son casi dictatoriales. Un ejemplo es su promesa de incumplir los tratados comerciales con los países que tienen superávit comercial con Estados Unidos, o su insistencia en construir una muralla “altísima” que separe al país de México y cuyo costo iría a cargo de su vecino del sur, por no hablar de sus planes de matar a los familiares inocentes de terroristas o prohibir la entrada de musulmanes en los Estados Unidos, o deportar a más de 12 millones de inmigrantes, muchos de los cuales tienen hijos norteamericanos.

Sus seguidores lo escuchan con entusiasmo y sus rivales parecen incapaces de pararlo, hasta el punto de que empiezan seriamente a temer que en poco más de dos semanas Trump se convierta en el candidato republicano imparable.

Los demócratas, en general, desean enfrentarse a Trump porque creen que es fácil derrotarlo, pero la candidata Clinton tiene sus propios problemas. Uno es su escaso carisma, pero eso no sería suficiente para cerrarle el camino dada la naturaleza utópica del programa de su rival, Sanders. Más graves podrían ser sus problemas legales por el uso indebido de los correos electrónicos con información oficial cuando era secretaria de Estado. No solamente utilizó su teléfono móvil y su correo electrónico particular para recibir y transmitir mensajes ultra secretos, sino que además hizo instalar en su propia casa un servidor de Internet, algo que no solamente pone en peligro el secreto de los contenidos, sino que plantea la pregunta de cuáles eran los motivos de su conducta.

La situación se viene arrastrando desde hace meses, pero ha empeorado recientemente, cuando un juez nombrado por su marido, Bill Clinton, decidió ampliar las investigaciones y declaró que todo eso le parece sospechoso.

Estados Unidos podría verse obligado a elegir en noviembre entre un socialista de programa utópico como Sanders y un ególatra como Trump. Es lo que habrá salido de las primarias, si se siguen desarrollando como hasta ahora, en contra del deseo de la mayoría de la población.