LA agonía política de Muammar el Gadafi ha durado ocho meses, si se comienza el cómputo con la rebelión de Bengasi; o siete, si se hace desde el momento en que el presidente francés, Nicolas Sarkozy, se alineó con los sublevados. Este plazo era más o menos previsible; lo que en cambio resulta impredicible es el tiempo que necesitará Libia para adquirir una relativa normalidad política.

Y es que como todo dictador, Gadafi dedicó todo el tiempo de su mandato a destruir el tejido político del país. Una sustancia que en el caso de Libia ha sido casi nula -aún hoy es una sociedad tribal- y compuesta de elementos incompatibles entre sí. El que a pesar de ello se llegase a un levantamiento de la mayoría de las 150 tribus de la república se debe mayormente a la política exclusivista y egocéntrica de Gadafi quien, a fuerza de debilitar a amigos y enemigos, ha acabado quedándose solo frente a todos. Era tal el rechazo a su mandato y a sus zigzagueos políticos que hasta la Liga Árabe acabó dando su visto bueno a las potencias occidentales para derrocar a Muammar Gadafi.

El problema es que ahora, eliminado el dictador, la situación libia es tan mala como hace ocho meses. El país carece de una fuerza política presente en todo el territorio, la población no tiene conciencia nacional; y las ideologías son más débiles que las lealtades tribales.

Con otras palabras, hoy se podría repetir lo que dijo la Secretaria de Estado norteamericana -Hillary Clinton- hace siete meses: sabemos que sobra Gadafi, pero no sabemos ni quién le debe reemplazar ni quién lo va a hacer.

Lo cual es muy preocupante porque la ausencia de políticos de talla y de fuerzas socio-económicas importantes genera el riesgo de que la victoria de la rebelión desemboque en un caos del tipo afgano. O de caer en otra dictadura, lo que significaría haber hecho una sangrienta guerra civil para cambiar a Satanás por Belcebú. Claro que la esperanza es lo último que se pierde…