Misrata. Sunday llegó el jueves al puerto de Misrata (Libia) hacinado dentro de un camión en el que no cabía un alfiler. Casi costaba trabajo pensar que tanta gente podía haberse introducido en aquel vehículo que transportaba a los inmigrantes hasta el barco de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) encargado de evacuarlos de la ciudad sitiada. Puede que la última embarcación que lograse salir de Misrata, después de que Saif Al Islam anunciase el viernes que el régimen había logrado controlar el muelle de la localidad rebelde.
Hasta el momento de embarcar, Sunday, joven nigeriano de 29 años, había permanecido lo más a cubierto posible en un campo de refugiados en el que los trabajadores subsaharianos de Misrata trataban de mantenerse vivos hasta que alguien viniese a buscarlos. Para Sunday, el barco llegó a tiempo. No así para Charles, también originario del mismo país, que tuvo la mala fortuna de que el zarpazo de un Grad le alcanzase 24 horas antes de poder embarcar hacia Bengasi. No se sabe cuántos inmigrantes más pudieron caer durante la ofensiva lanzada contra el puerto por los leales a Muamar Gadafi. Los proyectiles alcanzaron las tiendas de campaña, ubicadas cerca del embarcadero, pero tal y como explica Ahmed, uno de los responsables de prensa del Consejo Nacional de Transición en Misrata: "¿Quién se iba a molestar en traer a los nigerianos al hospital?".
La guerra civil desatada en Libia ha pillado en el lugar equivocado a cerca de dos millones de trabajadores extranjeros, la mayoría de ellos procedentes de los países subsaharianos y de Bangladesh. Son tantos, en comparación con los cinco millones de libios, que uno llega a preguntarse si los autóctonos no trabajaban. Las primeras manifestaciones les cogieron por sorpresa. Y cuando comenzaron a escuchar los tiros, no les quedó otro remedio que salir corriendo hacia la frontera más cercana. Quienes trabajaban en el oeste, huyeron en estampida hacia Ras Jdir, en Túnez. Desde el campo de refugiados de Choucha, que se ha convertido en hogar transitorio para miles de personas, relataron los casos de pillaje sufridos a manos de soldados de Gadafi. "Ali Baba", es la fórmula utilizada por los que no dominan el inglés. Otros, como Immanuel Fusu, originario de Ghana, relataba hace un mes cómo los partidarios del régimen "me robaron todo y me golpearon" cuando intentaba cruzar la frontera.
La vida fue un poco más fácil para los que se despertaron en la Libia rebelde, que son evacuados hacia Egipto. En el paso de Saloum, un puesto permanente de la ONU y los teléfonos de todas las embajadas africanas con representación en el Cairo tratan de lidiar con una avalancha algo más ordenada que la registrada en el oeste. No obstante, la sospecha sobre la utilización de mercenarios por parte de Gadafi ha puesto a los subsaharianos en el punto mira. Aunque la peor parte se la han llevado las miles de personas atrapadas por el fuego cruzado en Misrata, la principal ciudad industrial de Libia, ubicada a 250 kilómetros de Trípoli y que lleva dos meses siendo hostigada por las tropas regulares libias.
Misrata
Dos meses encerrado entre los combates
"Estuve dos meses encerrado en casa", relata Abul, un bengalí que tenía su domicilio a escasos metros de la calle Trípoli, la principal avenida de Misrata, una arteria devastada por la artillería. Ahora vive junto a una decena de compatriotas en el gimnasio, un búnker subterráneo a salvo de los bombardeos y en el que la presencia de periodistas les garantiza desayuno y cena. Además, gracias a los teléfonos satélite de la prensa, Abul y sus compañeros pueden llamar a sus familiares en Bangladesh y cargarle la factura a Skynews o TF1. Comparado con su anterior situación, esto es el paraíso.
A Abul, que llevaba dos años en Misrata, el asalto de los tanques de Gadafi le pilló en casa. Así que se tumbó en el suelo y esperó. Una semana entera de "boum, boum, boum", tal y como él mismo lo describe. Sorprendentemente, no pierde la sonrisa ni un solo segundo. "En un momento en el que la situación estaba más tranquila, me marché a casa de un amigo. Todavía no he vuelto a ver mi piso", explica el joven. Colgado sobre su cuello, Abul muestra todavía la acreditación escrita en chino que certifica su puesto como empleado en la constructora pekinesa que edificaba una urbanización de 5.000 viviendas en las afueras de Misrata. El mismo lugar desde donde ahora se lanzan los obuses que castigan diariamente a la población rebelde.
A pesar de dormir en una colchoneta, de no saber cuándo volverá a trabajar y de que las bombas revientan diariamente contra Misrata, Abul asegura que no quiere marcharse. Bangladesh no es una opción, y esta ciudad es lo único que conoce. "¿Qué voy a hacer en Bengasi?", responde ante la posibilidad de ser evacuado a la capital rebelde. "Aquí conozco gente, no tengo dinero pero siempre nos ayudan para poder comer. Además, mi jefe está aquí, y si me marcho podría contratar a otro cuando yo no esté". Así que, por el momento, sigue en el gimnasio. Aunque el caso de Abul es una excepción. La mayoría de inmigrantes tratan de escapar lo antes posible de una guerra que no es la suya y de la que no pueden esperar ni siquiera una mejora en sus condiciones de trabajo. Pase lo que pase, seguirán siendo la mano de obra barata de los libios. Alrededor de 1.500 inmigrantes africanos esperaban marcharse de Misrata, 500 de ellos ya en el puerto.
Barco
Mil personas hacinadas en los pasillos de un ferry
"Primero los evacuamos a Bengasi. Allí permanecen dos días, hasta que nos coordinamos con sus embajadas. En ese momento se les traslada a El Cairo, desde donde regresan a casa", explica Ahmed, uno de los voluntarios libios embarcados en un antiguo ferry con bandera panameña y tripulación albanesa que realiza cada dos días el trayecto entre Misrata y la capital rebelde. Actualmente, esta es la operación prioritaria para la OIM, que gestiona también el campo de refugiados en Choucha. Los sanitarios reparten mascarillas (que nadie explica por qué se utilizan si no se han detectado enfermedades infecciosas y los refugiados vienen del mismo sitio que los libios) y ordenan a los inmigrantes. Luego, de uno en uno, acceden al barco. Un proceso demasiado lento si se tiene en cuenta que las bombas de Gadafi caen cerca del puerto en ese mismo instante. Tan cerca, que puede verse el humo negro tras cada impacto. "Llevaba dos años en Misrata", explica Sunday, que antes de llegar a la ciudad libia pasó por Etiopía y Sudán. Ahí recorrió 500 kilómetros a través del desierto para terminar trabajando por 200 dinares al mes (aproximadamente 100 euros).
La inmigración es una cuestión masculina. Ni una mujer entre los evacuados. Todos ellos, nuevamente con el bolso a cuestas. Más de un millar (1.083, en concreto) de trabajadores apelotonados en la cubierta de un ferry durante las 17 horas que duró el trayecto. "¿Puedo dormir en el interior? Fuera hace frío", suplica uno de ellos. Nadie responde. Vuelve a acurrucarse junto a las escaleras, donde otras diez personas se dan calor los unos a los otros. Otros, por lo menos, intentan hacer acopio de tabaco.
Los camarotes están reservados para los periodistas extranjeros que salen de Misrata y el recinto interior, para las familias libias y los heridos. Los africanos, que eran víctimas antes de que comenzase la guerra, no han cambiado de estatus. El problema, ahora, es que no saben qué hacer. En Libia, al menos, tenían trabajo, que es lo que ha perdido en una revuelta que no piensa en ellos y de la que no pueden ganar absolutamente nada.