Quien más, quien menos, ya está con un ojo, sino con los dos, en sus vacaciones, que es el estado natural en el que debería estar el ser humano de diario. Pese a todos los inconvenientes previos a la estampida estival, cuando se llega al destino, a uno le cambia la cara, el espíritu y hasta las percepciones. La tabla de valores personales se modifica. La forma de contemplar el mundo, también. E, incluso, algo tan necesario en el día a día como el móvil, pasa a un tercer lugar, salvo en mi caso, que lo utilizo como reloj ante mi incapacidad de fijar la mirada en la muñeca, en la que llevo un ingenio que solo me entretiene mientras le doy cuerda. En fin, decía que las semanas de asueto deberían extenderse a lo largo y ancho del calendario, porque la estructura social de la que nos hemos dotado hace aguas por todas sus esquinas. Servidumbres y obligaciones inherentes a la vida laboral, estrés, nervios y apreturas de más que no llevan a nada bueno, crispación y sinsabores, relaciones personales no siempre placenteras... La verdad es que, cada vez que lo pienso, me crispo, porque sigo sin entender aquello de que el trabajo dignifica. Supongo que esta reflexión está muy ligada a estas fechas del año, en las que la batería del aguante está exánime.