El otro día asistí a un intento de robo casi en directo. Sucedió en el bar-restaurante en el que habitualmente me tomo mi café solo mañanero. Un individuo, al parecer, conocido de las fuerzas policiales por sus actividades precedentes en el sector, intentó arramblar con lo que pudo mientras los propietarios del local se afanaban en cerrar y dejar todo preparado para abrir las puertas del mismo a primera hora de la mañana del día venidero. El presunto fue sorprendido y retenido con la ayuda de vecinos, que cerraron las puertas del establecimiento para impedir su huida a la espera de la llegada de las patrullas de la Policía Local. Una vez solucionado el arresto, que los agentes ejecutaron con diligencia, rapidez y limpieza, llegó la hora de consultar a los profesionales que trabajan en la cafetería por sus sensaciones a la hora de intentar cortar la retirada del posteriormente arrestado. La respuesta fue esclarecedora: “Hasta que no te ves en el fregado no sabes ni cómo vas a reaccionar. Ni lo piensas. Supongo que ahora, si me cruzo con el autor por la calle, me costaría hasta identificarle”. Y es que, en ocasiones, los impulsos nos llevan a reaccionar de una manera que, a lo peor, no está reflexionada en su conjunto y que, en condiciones normales, ni nos la plantearíamos.
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