Me acaba de volver a pasar. Me he quedado detrás de la barra de un bar con cara de paspán (me refiero a más de lo que suele ser habitual). Es uno de esos locales con gancho. Está de moda supongo que por las reacciones que provoca entre su clientela cuando desvela el precio de su oferta. Si les vale como herramienta para traducir mis sensaciones tras recibir la dolorosa, me he quedado con apenas unos céntimos como cambio de un billete de 10 euros al que había cogido cariño.
Supongo que se me está bien empleado por dejarme guiar por instintos que nada tienen que ver con la lógica ni el sentido común y sí mucho con el postureo, muy propio de esta era dominada por las redes sociales en la que se fotografía todo y se disfruta de poco. El caso es que había pedido dos consumiciones. Nada del otro mundo. Diligentemente, llegaron a mis manos tras la correcta manipulación del barman, a todas luces, un profesional, centrando en sí y su quehacer las miradas de la concurrencia. Lo peor de todo es que no lo vi venir. Escuché, dejé mi billete, cogí las bebidas y procuré abandonar la primera línea de sonrojo para ocultarme entre las mesas y sumergirme azorado en el contenido del vaso. Espero haber aprendido la lección.