Sin ir más lejos, esta semana ha sucedido de nuevo. Quizás no con la misma intensidad vivida con el sector de la automoción europeo, asediado por la legislación propia y agraviado por la competencia de terceros, capaces de vender a un precio muchísimo más reducido al no estar sometidos a los preceptos de las bienintencionadas normativas comunitarias, que se fijan en la sostenibilidad económica, social y medioambiental. El caso es que la enésima firma de un decreto trumpiano para la imposición de aranceles al acero y el aluminio (justo, lo que ya existía), ha desatado un runrún empresarial que insta a las instituciones europeas a echar un capote a la industria propia. Se da la circunstancia de que el buenismo legislativo existente en Bruselas es capaz de ordenar todos los aspectos de la producción fabril propia hasta desnudar a las empresas, que tienen que competir contra otras que no están sometidas al mismo marco de exigencias, con lo que pueden competir con precios reducidos inalcanzables para las compañías de la UE. Todo ello puede tener consecuencias muy nocivas, como la deslocalización de ciertas compañías, o el cierre de otras incapaces de seguir en la batalla, desgraciadamente. Tiempo al tiempo, pero o la UE cuida a su industria o esto se va a poner de tonalidades muy oscuras.