Habrán visto las imágenes filtradas de las declaraciones ante el juez instructor de Elisa Mouliaá e Iñigo Errejón, denunciante y denunciado, respectivamente. Escuchen cómo se dirige el juez a Mouliaá, el tono y el contenido de sus preguntas. Y luego, escuchen cómo es el interrogatorio a Errejón, el tono y el contenido, ese darle incluso la respuesta en la pregunta, rozando por momentos un comprensivo esquema de compadreo. Un juez instructor debe investigar, contrastar, incluso poner a prueba las eventuales contradicciones de la acusación. Al acusado le asiste efectivamente la presunción de inocencia. Pero el interrogatorio a Mouliaá es una explicación de por qué las mujeres que han sido víctimas de abusos y/o agresiones muchas veces se piensan dos, tres y veinticinco veces lo de denunciar. Francamente, después de imágenes como éstas, ¿no se han preguntado cuántas mujeres se han visto en una situación parecida, cuántas no habrán denunciado por no tener que padecer un trance así? Entonces ¿qué hacemos? ¿Queremos que una mujer agredida sea además una especie de superheroína y mártir, que pelee con su agresor literalmente –no sea que el juez de turno no aprecie suficiente resistencia– y que esté dispuesta luego a soportar además interrogatorios, cuando menos, humillantes?