La vida, para desgracia de quienes somos pobres, es un constante déjà vu. Meses de trabajo a destajo a cambio de unas monedas y sin quitar ojo en el calendario para deleitarse con la llegada del periodo estival, promesa de bienestar espiritual y corporal. Y, cuando este llega, concluye antes de saborearlo, dejando paso a un nuevo ejercicio repleto de compromisos laborales, familiares y sociales, que avanzan meses de estrés, disgustos, sinsabores y cansancio. Así ha sido, es y, para mi desdicha, será, una y otra vez, sin posibilidad de cambio, hasta que la cerviz ya no aguante más el peso de los años y la sociedad recomiende nuestra retirada para no molestar en demasía. Esta es, al menos, la sensación de este que escribe y suscribe esta esquina literaria, en la que habitualmente describo neuras y preocupaciones pero en la que hoy elevo mi disgusto vital al comprobar con amargura el devenir de los acontecimientos y la llegada de un nuevo mes de septiembre. Y con él, todas las convenciones impuestas y autoaceptadas que componen el cuerpo normativo que define a la sociedad humana que hemos inventado entre todos para el disfrute solo de los privilegiados. Mientras, el resto seguiremos dando vueltas en la rueda, como los hámsteres.
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