Nos llegó medio blanco, compungido, hasta con un tic en un ojo. No son muchas las ocasiones en las que nuestro querido escanciador de café y otras sustancias se aleja de su local para ser él el consumidor. Pero de vez en cuando le gusta cotillear por Vitoria. Se fue a un local de la calle San Prudencio. Entró en un sitio bien puesto y modernete, muy lejos de la apariencia de nuestro amado templo del cortado mañanero, que está muy limpio y aseado, pero no ha vivido una obra desde la bajada del primer Celedón. Pidió pintxo de tortilla –sostiene que da el verdadero nivel de cualquier barra– y un tinto. El camarero, un chico joven, le preguntó cuál en concreto y nuestro barman le pidió consejo. Llegaron a un acuerdo y se sirvió la comanda. Solo que cuando estaba terminando de comer, el muchacho le preguntó que qué tal el caldo de uva y el dueño de nuestro local le comentó que tenía un toque a no sé qué. “¿Lo quieres probar?”, le preguntó, a lo que el otro le contestó: “No, lo siento, es que a mí no me gusta el alcohol”. Y aquí es donde nuestro querido escanciador casi palma. Han pasado varios días y no le entra en la cabeza. Es como si la carnicera le dijese que es vegana. Claro, los viejillos lo están jodiendo vivo. Quieren que les diga cómo era el camarero para ir en comandita e invitarle a unos chatos.