Me fascina la capacidad del gremio de arquitectos a la hora de diseñar sobre un papel edificios que, si no se tuercen las líneas, serán funcionales y darán respuesta a las necesidades para las que se han imaginado. Escribo estas líneas tras contemplar la propuesta ganadora para los dos edificios que acogerán el Campus del Vino en Vitoria y Laguardia. Supongo que hasta llegar al resultado final, y tras miles de ladrillos, hormigonados variados, enlucidos de autor y cristaleras sin roturas, el responsable de la idea –el gabinete de Carvalho Araújo– vivirá sumido en un mar de preocupaciones. Un desvío de un milímetro en una cuartilla puede significar un desastre mayúsculo. Cada centímetro dibujado a lápiz en las alzadas correspondientes implicará, a buen seguro, a decenas de profesionales que tendrán que plasmar en material tangible la inspiración del artista-técnico responsable de recibir a las musas. Por eso, aparte de por la belleza de las estructuras, yo que soy un lego en la materia, disfruto como pocos al imaginar los equilibrios que mantienen en pie los bloques, las escaleras, las fachadas y los tejados, cada cosa en su sitio y con funciones específicas. Ahora solo falta que una vez construidas, lleguen a ser útiles y rentables socialmente.
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