Llevo un tiempo lamentándome de su pérdida. Al tocar las cuerdas de metal ya no lo encuentro. Me deja una sensación de frustración por aquellos tiempos en los que encendía el amplificador y mis vecinos recordaban, en contra de su voluntad, que el mejor guitarrista de la historia –o al menos el más bestia- vivía en su bloque. Ahora el polvo se acumula alrededor de los botones del amplificador e intuyo que también por dentro. A su lado un pedal de overdrive verde sufre un destino similar. La residencia del rock que hay debajo de mi escritorio, rematada por un pedal de octavas y bastantes discos de vinilo, me da pena cada vez que la veo. Pero de vez en cuando resisto a la permanente falta de tiempo de la vida cotidiana para desempolvar esas no tan viejas glorias y tocar unos riffs con los que fundir alguna cara. Es una tarea casi sisifiana –normalmente acabo más triste que antes al constatar que el talento que poseía antaño parece haberme abandonado–, pero cuando todo funciona y mis dedos se alinean con la distorsión, el rayo que hay escondido en los 25 trastes de mi Jackson resurge del olvido para tronar con una fuerza que nunca lo abandonó. Y a veces eso es lo que hacer falta sacar lo mejor de nosotros. Ser un rayo y pasar de todo lo demás.