No es que las personas a las que pretendo describir con la frase que encabeza este texto la verbalicen necesariamente cada dos por tres. Se trata más de una actitud ante la vida, la de la gente que hace y dice siempre lo que le da la gana apelando a su desparpajo y carisma o a su acusada personalidad, a su descarnada sinceridad o a sus principios, y que entiende que, habida cuenta de que es así, los demás debemos amoldarnos y punto, bajo la amenaza de que nos monten lo que coloquialmente podría denominarse un pollo del copón. La cuestión es que todo el mundo es así, y más según vamos cumpliendo años, y por tanto si nos acogiéramos en masa a esa especie de bula conductual, nuestra vida social se parecería más a una película del salvaje Oeste que a la serena y empática convivencia que, pienso yo, debería guiar las relaciones con nuestros semejantes. El ser humano, sin embargo, es el que es, y hay que lidiar con lo que hay, y no es sencillo, la verdad, porque al ser todos como somos, además de atesorar firmes e irrenunciables principios, o quizá por eso, también tenemos manías que los demás tienen que aguantar, pecamos de egoístas y criticamos en otras personas aquellos defectos que no somos capaces de ver en nosotros mismos.