El martes, como todos los días, el despertador sonó a las siete y diez, y como todos los días salté de la cama como un autómata en dirección a la cocina para encender la cafetera y arrancar un nuevo día igual a todos los demás. Pero no era igual, había algo diferente, un matiz que en los primeros segundos no comprendía, solo sentía, y que mi cerebro solo fue capaz de procesar cuando el café ya estaba molido y la tostadora empezaba a desprender ese olor a churrasco que nos recuerda que hay que ponerla al dos, y no al cuatro, si no quieres desayunar pan quemado. Era la luz. Era de día, o casi, y como al fin y al cabo somos seres vivos, no tan diferentes de los caracoles y las margaritas, de la procesionaria y el perejil, algo se encendió en mi interior, ese aviso, primario e instintivo, de que el mundo se resetea de nuevo, de que arranca un nuevo ciclo vital que ni la luz eléctrica ni los móviles ni el cemento urbano son capaces de ocultar del todo. Es el renacimiento de la vida en la tierra, con los primeros verdores de las futuras cosechas, es el anuncio de que la Cuaresma concluye, la promesa de la Resurreción y, en definitiva, el anuncio de que las vacaciones de Semana Santa están a la vuelta de la esquina.